Salgo al viento del norte y una noche sin estrellas. Hago pocos metros y me pierdo; voy, vuelvo, vacilo, voy. Después de media cuadra atravieso el borde de las luces y sigo por el centro de una calle amplia bordeada de pasto y arbustos. Busco la playa y el ruido de la rompiente; dejo atrás la idea de una Pampa infinita, la imagen de Reta desierta en la noche. Siento el miedo de generaciones: miedo a lo oscuro, a la soledad, a la desorientación, a dar la espalda forzosamente. Miedo a los ruidos sin origen: el viento ululando a la vera de un camino bordeado por árboles desnudos y arbustos frondosos, el quejido de un pájaro oculto, ramas rompiéndose en la noche, arena animada por el viento, mi propio aliento hecho de frío y excitación. Subo un médano que caminé mil veces y apenas reconozco en la noche, y ahí está el mar, difuso en mi miopía de lentes empañados. Nadie más mira toda su indiferencia en esta hora de luna creciente, la gratuidad de la espuma flotando silenciosamente en la noche.
Me quedo ahí para siempre, hasta mucho después de que las aguas me rozan, hasta que pasan soles, días y años del lamido indeciso del mar, hasta que sólo resta una piedra porosa con lentes eternamente intentando aprehender el horizonte.
(Siempre es impreciso pero más prosaico: se corta la luz por tercera vez en la noche y entonces queda volver con el mar al fondo por el camino de las casas a oscuras, entre los mismos ruidos sin gente, hacia la salamandra que supe encender y el dulce jarabe contra el resfrío.)
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