8 oct 2012

Rodeo.

Se cae del árbol, ansioso de vivir y pudrirse bajo el sol. (Siempre se caen en verano. No dejan de temblar hechos de ruido y aire, distrayéndonos del otro lado de la ventana, y luego quedan ahí, en el pasto, cargados de líquidos. Incrédulos, no hacemos caso.) Pende sin ambigüedades, maduro, blando, casi fermentado. Entonces, se cae. Gira en el aire y lo desplaza, aplasta el pasto, golpea contra el suelo blandamente.
Se rompe. Se parte, se fragmenta, se destroza, se dispersa en mil pedazos, se atomiza y se hace jugo.
Lo empapa todo.

Alrededor, un líquido pegajoso. Ese líquido te moja. Cae él también. Se acumula, crece, se condensa en torno a los troncos como espuma, bate, va y vuelve. Se vuelve imparable marejada cruel: trepa repentinamente por los troncos, moja los tacos más esbeltos.
Te mide y te rodea, esa sabia roja, dulce. Avanza. Te humedece las yemas, te cosquillea el pecho, te lame los labios, te tapa las narices. Te pegotea sin debate los ojos. Apaga el resplandor de tu pelo flotando a la deriva.

Ahí abajo, respirás. El aire sube moroso. Allá arriba, la superficie gorgotea.
Calla. Dice siempre las mismas palabras.

Se cae del árbol, deseoso de vivir y pudrirse bajo el sol.

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