Atravesando París en bus uno se siente como en un laberinto de espejos: cada barrio encuentra su copia en otro barrio, no hay calle que no tenga una gemela en algún otro punto de la ciudad. Más que museo, que obsesivo objeto de conservación frente al flujo y venta de esa conservación, la ciudad sería el fruto de la fija atención de un otrora jugador de Sim City, disponiendo en radios razonables un correo, policías, escuelas y negocios para crear la tranquila pereza de sus ciudadanos.
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