26 abr 2012

Las insólitas y graciosísimas aventuras del listo Joe

Hola, chico. Así que has llegado. A que no sabes para qué. ¿Qué buscas? ¿Entretenimiento? La vida es una mierda, y aquí no encontrarás diversión. No tengo mucho que contarte, fíjate que ya te aburrí, y aún no empiezo. No, no hay mucho que contar sobre mí. Mi vida es como la del listo Joe, pero menos colorida, sin un sólido pedestal de memorias sobre el que sostenerse.
Joe, en cambio, era un personaje. Un tipo bueno, como todos nosotros, que había cometido los mismos delitos que uno ejecuta sólo de vez en cuando, por timidez. Había robado en una tienda de souvenirs, allá en Córdoba, cuando joven. Se había colado gratis en un colectivo repleto de gente. Había tirado papeles de golosina al suelo. No había amado lo suficiente a ninguna mujer. Se hacía domesticado. En fin, ustedes conocen la historia, o si no observen a cualquier tipo de mediana edad en el tren, puteando al pasar al suicida que retrasa la tarde, con nostalgia en los ojos, con ojeras del cansancio que no cura la almohada y la espalda apaleada por el día. Ese es nuestro Joe, ese soy yo, probablemente otros. Pero a Joe... a Joe lo mataba la ansiedad de algo indefinible. No es de sorprender, de todos modos, pero en él tomó un rumbo que yo habría reprimido sin vacilar. Por eso te lo cuento, chico, aunque te aviso que no te va a servir de nada. Esta no es una historia con moraleja, porque es algo real, que le pasó a alguien de carne y hueso, y esas historias no tienen moraleja, ni siquiera tienen final. Son tan complejas que casi da vergüenza contarlas del modo en que lo voy a hacer. Pero nadie más conoce a Joe como lo conocí yo, que fue poco. Joe era parco y solitario, aburrido. Él tampoco creía tener mucho que contar.
El listo Joe vivía en Once, con su madre, a dos cuadras de la parada del 56 y a cinco del subte y el ferrocarril. Trabajaba durante el día, cocinaba para la vieja durante la noche, miraba tele y dormía. Habría seguido así hasta el funeral de su madre de no ser por la ansiedad. Uno podría decir que la historia empezó el día en que Joe entró por trigésima vez al supermercadito chino de mitad de cuadra y escuchó el diálogo ininteligible de los patrones. Era de tarde, ya, un lunes, un principio de semana. La chica que atendía era argentina; pasaba los artículos indolentemente sobre la lectora de código de barras como si fuera un robot. Siempre era el mismo “pip, pip” de la máquina. Detrás, la pareja de chinos discutía en idioma ininteligible. Joe los miró. Eran iguales a todos los chinos que conocía. Los chinos lo observaban pensando lo mismo. A veces lo señalaban, pero no se dirigían a él. No era la primera vez que pasaba. Joe no entendía las palabras chillonas, ese “charlar por la espalda”, en un “a escondidas” evidente. Se sentía implicado, aunque sin motivos. Como si dijeran algo de él, sobre él. Lo inquietaban. La chica terminó con los artículos y le dijo el total. Masticaba chicle. Joe le pago. Los chinos lo veían. Joe les pagó y se fue, y la pareja siguió discutiendo.
Digamos que eso ocurrió un cuatro de abril. Recién en octubre Joe se decidió a estudiar chino. Quería saber qué decían, tan seguros en el escondrijo de su lengua. A partir de entonces la cosas se precipitaron, pero su vida siguió igual: trabajando de día, estudiando de noche, durmiendo. Le preparaba la comida a su madre los domingos, y dejaba que ella la calentara en el microondas durante la semana. Se sentía bien, casi contento: estudiaba cuando podía, en todo momento, con esa voracidad que nunca había dedicado a ninguna mina, ni siquiera a sí mismo. Era un curso acelerado, pero estudió durante cinco años, cinco años redondos, hasta que se sintió seguro de poder entender esa lengua que antes le había parecido vertiginosa. Entonces volvió al supermercadito de mitad de cuadra con la llave del departamento abultando en el bolsillo. La tarde comenzaba a ser engullida por la noche, pero las luces de la calle todavía no habían sido prendidas. La ansiedad le pesaba en la garganta, en las luces de neón del supermercado y las baldosas sucias del suelo. Las góndolas. La sección de carnicería. La de lácteos. La caja. Otra chica, jovencita, pasando los artículos con desgano. Los chinos que habían empezado a discutir, detrás. Todo seguía igual, pero las palabras eran penetrables, y Joe sonrió cuando entendió lo que decían. Lo miraban, pero nada tenía que ver con él. Nada tenía que ver con nadie, nada tenía la más mínima importancia. Joe sonrió entre el “pip, pip” de la máquina registradora y sintió que las palabras acudían solas a su boca, que se estrellaban contra los dientes y se abrían paso a borbotones, en un murmullo entrecortado que había empezado mal y terminó peor, que fue ininteligible como todo en los comienzos. “Los entiendo”, articuló con voz de voyeur ansioso por ser descubierto, con un tono que decreció hasta ser un mascullo. Joe los entendía, pero ellos no a él. La ansiedad era un nudo en la garganta, y el error inicial parecía irremediable. Le ardían las orejas. Los chinos lo miraban de reojo, sin alterar la expresión de siempre, de indiferencia atenta. La chica terminaba de cobrar.
Joe volvió a casa temprano, cuando las luces recién encendidas comenzaban a bañar las calles con el amarillo viejo y escaso. Le preparó la cena a su madre, lavó los platos y se fue a dormir. Y nunca más volvió a hablar con los chinos. Los escuchaba en sus discusiones inútiles, en sus peleas matrimoniales, en sus críticas insulsas que daban por descontada la ignorancia de los oídos en los alrededores. Cuando era necesario, se comunicaba en español, y los escuchaba en su enredo de erres y eles. Y así siguió la vida para Joe, incluso después de que murió su madre y ya no tuvo para quién cocinar de noche o trabajar de día.
Era un tipo taciturno, Joe, y silencioso. Sus historias se apagaban en sus labios y te dejaba esa sensación de vacío y hambre y bronca, se morían tal como se acallan las palabras sin sentido, como enmudece hoy cualquiera que no sea medianamente vanidoso. Porque esta vida es una mierda, chico, porque te hacen darte cuenta que ya no sabes qué, con quién o para qué contar. Y entonces te callas, claro, y al final sólo le preguntas al otro: ¿cómo es que todavía no te has ido de aquí?


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Excusa para no estudiar. Ando muerta de cansancio, pero como doña memoria hace todo el trabajo y jamás me quedé dormida sobre los "libros", tampoco me preocupa demasiado.
El final quedó medio mal, y no sé si el narrador es el mejor para contar la historia. Probablemente habría sido mejor resumir el episodio a un párrafo y ya, pero bue, no me importa. Saludos adomingados.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

La vida es una barca dijo Dn Calderon de la...y es en verdad que existe el ser cuya esencia es la nada, un ser que es ser y nada (dijo un pez) mientras un genio en el LHC descubria que tener hijos es algo hereditario (pero la cuántica nos deja perplejos: no tener hijos también puede ser hereditario)...

Y sin embargo es un placer leer el relato en donde comentas las aventuras de ese alter ego al que llamás Joé, un heteronimo que se despierta, nos despierta : el asombro, el absurdo de todo con su banalidad obliga a dar sentido a todo.

Todo se llenará de simbolos.

Un beso.

Gad dijo...

¿Quién dijo que el bobo Joe es un alter ego voluntario? Ja, saludos.

Anónimo dijo...

Es un alter ego ¿de quién?...hear that is the question!

...apuesto que de muchos

Saludos.

Anónimo dijo...

...Los chinos siempre te miran de reojo y los japoneses no miran, sospechan. -_-

¡Oh Dios! ¿do está mi sentido del humor?

Como quiera que sea joven literata que tan bien escribes te anticipo una feliz primavera , saludos ensabaDados.