Una coproducción de Gad y Daniel Fara
El fin del mundo fue televisado por primera vez un mes después.
G.Amaya Dal Bo, "Puños, bombas, nubes y un tarro de mermelada"
1. María, Marcos
(Alguien vio empezar todo desde la ventana de la cocina. Más allá de la
sombra del techo, de las telarañas tendidas sobre el vidrio, de las ramas de
los arbustos pegados a la pared y del tronco de un pino viejo entre el pasto
crecido, y más telarañas, pasando las rejas, con el aspecto cursi y verde de
casa vieja de barrio, más allá de la vereda de esas baldosas chicas, amarillas,
más allá de la calle con una loma de burro absurda y algún que otro bache,
de la otra vereda y el inicio de pasto verdeamarillo y un banco de plaza y un
camino sinuoso y un tacho caído y unas hamacas, apenas a metros de un
monolito con prócer y de sus palomas de turno, diminutos, de guardapolvo
blanco, indistinguibles, absolutamente insignificantes los vio. Tenía las manos
sucias bajo la canilla en la pileta pegada a la ventana donde la costumbre de
abuelas había puesto plantas bajas y cactus en macetero, y se lavaba y se
secaba las manos con un repasador húmedo mientras miraba allá a lo lejos sin
mucho interés. Le dio la espalda, luego se volvió, cerró las cortinas de tela, y
luego le dio la espalda.
Cuando los medios dieron cuenta del asunto, la pelea ya llevaba largo rato, y
había traspasado los límites de la plaza donde en una tarde de agosto uno de
los chicos soltó la mochila, se arremangó las mangas de su guardapolvo (sucio
de banco de escuela, arrugado en la espalda) y en un gesto decidido pegó el
primer golpe. Y había pasado todo el momento inicial: los otros chicos
sumándose a la pelea, la deserción escolar de un lunes a las ocho de la
mañana, la junta de preocupados profesores, el viaje hasta la plaza, las
diatribas (¿Era porque habían sido demasiado permisivos? ¡No, era por el
autoritarismo! ¡No! ¡Eran los padres!), los adultos sumándose a la pelea inicial.
Y la bronca de los vecinos que vivían cerca de la plaza convertida en batalla
campal, de pronto enfrentados sin tapujos, apretándose los ojos unos a otros,
mezclándose en el conjunto de personas en movimiento, hasta que tuvo que
venir la policía, porque la pelea ya desbordaba el conjunto de cuatro manzanas
y María atrincherada no había dejado de llamar durante dos semanas día y
noche, y los policías se vieron involucrados y al final se sumaron también,
apelados e incapaces de contener el desborde. Y no tardó en enterarse el
grupo pacifista de la zona, que se unió contra la represión, y unos grupos
punks y anarquistas, que se mezclaron, y pasó la milicia, también, pero las
armas caían, ineficaces, y se metió un concejal y recibió una trompada y se
alejó, y se acercó un líder sindical y sus amigos, y se dividieron las aguas
aunque nadie supo quién peleaba para quién y cuál era la razón, y se
atascaron en el conflicto los tacheros, se quejaron los transportes, medio
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mundo faltó simultáneamente al trabajo, se bajó gente furiosa de los colectivos,
y peleó, pasó el intendente, y no entendió pero prometió, y la pelea dejó el
barrio. Y recién entonces, cuando empezó a rozar la periferia de la primera
gran metrópolis, los medios descubrieron que ahí pasaba algo.
Claro que para entonces el fenómeno había sido observado, cubierto y
malentendido por unos cuantos periódicos del barrio. Se habían enarbolado mil
hipótesis sin mayores resultados. Que ese rejunte de puños sacándose sangre
hubiera empezado en dos criaturas rasgando sus guardapolvos era algo que
no aceptaba nadie, se creía en eso menos que en el Dios De La Milanesa, los
gualichos y las pastillas para adelgazar. Eventualmente fue un recuerdo que se
olvidó. No hubo, sin embargo, quien no le echara en un primer momento la
culpa a los videojuegos, por la gran cantidad de chicos involucrados en el
asunto, pero en general los escritores del barrio hablaban del aumento de la
inseguridad, la rabia de los vecinos desbordados, la rara y peligrosa realidad
de las peleas tribales, complots del candidato a intendente opositor,
enfrentamientos de los equipos de fútbol y arrebatos de violencia masiva. De la
caída de las instituciones. Envidia de provocadores de barrios vecinos.
Flagelos de origen extraterrestre. En definitiva, se dijo de todo, y la tinta corría
desde las casas lejanas a la pelea, porque la mayoría de las cercanas no
tardaban en quedar vacías cuando uno a uno sus miembros terminaban
sumándose al disturbio. Los grandes medios descubrieron eso muy pronto: los
que iban, generalmente no volvían. En vivo muchos habían visto al reportero
ceder a alguna instigación, devolver una trompada, perder un diente, al
camarógrafo correr en su auxilio dejando una cámara descontrolada mientras
ellos se perdían en la fiebre, una cámara que tambaleaba y se caía volteada
por algún cuerpo que con ella sentía amortiguada su caída. Al principio eso
causó gracia: los periodistas en el canal eran filmados con caras
descompuestas de la consternación hasta que alguien se acordaba de cortar
toda transmisión, y las imágenes se recuperaban y comentaban en otros
programas, y todos reían y reprobaban esas actitudes inexplicables de escaso
profesionalismo. Pero luego los casos se multiplicaron, en diferentes canales,
entre los miembros de diferentes periódicos, y el sueldo del periodista se
triplicó por el riesgo laboral que suponía salir para hacer una nota, y
eventualmente escasearon los profesionales y hubo que hacer algo para
obtener información. En un trabajo de celeridad inexplicable que involucró una
formidable cantidad de mano de obra, se instalaron cámaras: todos sentían
necesidad de controlar ese avance imparable. El patio delantero de María,
encerrada con su escopeta con balas de sal, detrás de un muro de maderas y
muebles apilados tras las rejas cerca del epicentro del conflicto, se convirtió en
uno de los espacios seguros para varias cámaras de vigilancia y micrófonos.
Era para todos un buen trato: su espacio ofrecía un lugar seguro para recaudar
información, a ella le pagaban con provisiones quincenales caídas desde el
cielo. Esto provocó algunos intentos de invasión de otros vecinos encerrados
en sus casas y de luchadores agotados por el hambre, pero María se defendía
bien, y la situación se sostuvo por un par de meses sin que ella saliera de la
casa. Entretanto, afuera la comida era otro motivo de conflicto, y tras el saqueo
de algunas tiendas sorprendidas en el avance incontrolable de la violencia, y la
clausura de aquellas que veían a la marejada aproximarse, no pasó mucho
tiempo hasta que los márgenes de la batalla pudieron precisarse por la
presencia de carritos de comida. Con cada semana se incrementaba por dos
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su cantidad y aumentaba en un par de kilómetros el radio de la pelea;
encerrados tras plásticos irrompibles, los vendedores recibían los pedidos de
los luchadores, y también de atrincherados que abandonaban sus casas
famélicos, con los ojos desorbitados de susto, y a veces no volvían de pura
rabia o perdían en peleas sus provisiones. Algunos carritos kamikazes incluso
abandonaron los márgenes del conflicto para internarse por temporadas de
avance lento en el tumulto. Pronto algunos vecinos de las afueras se dieron
cuenta, e instalaron sus propios negocios, tejiendo túneles subterráneos para
llegar a centros proveedores sin sufrir mayores daños. Fue una
reestructuración lenta y dolorosa, pero se acostumbraron. A los dos meses, sin
que el gobierno, las grandes empresas, los medios o los otros grandes
secretos y no tanto grupos de poder hubieran podido terminar de fijar la
dirección y el motivo del conflicto, o difundieran una explicación razonable que
los dejara bien parados, o se echaran la culpa entre sí, o pudieran siquiera
empezar a pensar soluciones, la contienda ya era algo cotidiano y usual, que
ya había generado kilómetros de prosapia, varios best sellers, guías de
supervivencia para el vecino asustado, power points que circulaban por
Internet, tres virus, chistes, grandes declamaciones, kits de defensa personal,
botiquines, chalecos de protección e inútiles instalaciones de seguridad.
Incluso se había incrementado la adquisición de peluches, aunque nadie sabía
bien de dónde salía el dinero para tales inversiones: el sistema productivo de
las zonas en conflicto estaba completamente destruido, y mitad de la población
vivía en la indigencia. La otra mitad huía a otro continente o se preparaba
como para un largo invierno nuclear. O simplemente sobrevivía. Había grupos
de apoyo para eso: yoga, religiones alternativas, sociología, filosofía,
misticismo; incluso habían surgido nuevos grupos pacifistas no beligerantes,
dos veces: el primero se peleó con el anterior, el segundo mantuvo lejana a la
zona del conflicto la sede oculta de sus reuniones. Héctor, pacifista, había
escapado de treinta y un peleas y había sido expulsado de los tres grupos: de
los dos primeros, por idealista, descomprometido y traidor; del tercero, por lo
mismo: se había refugiado en el lugar menos pensado, la casa de una
próspera hermana que, en un improvisado almacén de ramos generales
cercano a las fronteras siempre mutantes de la contienda, vendía guantes de
boxeo, cuchillos y escopetas caseras, algo inaceptable en el familiar de un
buen defensor de la paz.
Y pasó otro mes, una temporada de grandes lluvias, pérdidas energéticas,
déficit y quiebra, deudas a nivel internacional, malas cosechas,
desabastecimiento, huelgas en sectores alejados, nuevos focos de conflicto en
las nueve esquinas del país. Mientras María dejaba de recibir provisiones, la
noticia alcanzaba los grandes medios extranjeros y suscitaba extrema
preocupación. Un famoso predicador de televisión identificó en lo que ocurría
en ese lejano y usualmente menospreciado territorio el inicio del Apocalipsis;
un conciliábulo de los dirigentes y tiranos de las grandes potencias se reunió y
no halló gran solución. Sin que nadie pudiera explicárselo, en la pequeña tierra
combativa en ese costado del mundo hubo una oleada de retorno de jóvenes
radicados en el extranjero, que volvían con un dolor patriótico para luchar por
su atomizado país. Hubo un conflicto generacional. De pronto la batalla surgía
en cada casa, entre no tan viejos padres y no siempre jóvenes hijos, y las
familias, que antes se peleaban por mezquindades del afecto o de la herencia,
de pronto se desgarraban por alguien que sentía el febril deber y alguien que
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se oponía. Súbitamente, era frecuente ver a ancianos cuya única preocupación
hacía años era decidir dónde apoyar el pie internarse de pronto en la lucha,
siguiendo a hijos que peleaban contra algo que no comprendían pero que era
preciso combatir. Y también había otros que se acurrucaban, o lloraban, o se
quedaban solos y congelados. Y otros muchos se morían de hambre o de
enfermedades, y montones sangraban allá afuera, y había lugares en los que
parecía que nunca iba a dejar de heder, pero había que combatir, a pesar de la
oscuridad de los motivos de la contienda, para muchos había mil razones para
pelear y ya ningún motivo para negarse a cambiar las cosas. Las sedes de
gobierno fueron arrasadas por esa batalla que de pronto ya no tenía límites,
que tras diseminar semillas en las todas las calles del país amenazaba con
internacionalizarse, que vivía de sí misma y destruía los cimientos de todo lo
conocido, arrasando con todo en una bronca perpetuamente renovada por la
incomprensión en medio del inconformismo y el cansancio y el hastío y la
desilusión. Los atrincherados, al quinto mes, salían de sus casas como ratas,
hambrientos, y mordían a los primeros que se cruzaban, y eran generalmente
aplastados en el primer minuto o sobrevivían, y más allá de las diferencias el
rumor era en muchos la misma queja determinante, y a veces en esa pelea sin
rumbo de todos contra todos de pronto se entreveía una dirección, pero
fluctuante, a veces contradictoria, incierta, caótica, destructiva por el placer de
la destrucción; esos intentos se diseminaban en trompadas de desconocidos
contra desconocidos, cuando nadie entendía nada, pero luchaba. Y rugía
también el hambre: fue entonces que llegó un momento en el que los perros
callejeros desaparecieron por completo y los carritos perecieron bajo mil
manos y si no había qué comer se comía hormigas, palomas, ratas. Para los
extranjeros, el país se convirtió en una sede de saqueadores y un paraíso del
crimen internacional y de quienes anhelaban el turismo extremo. El país era
nuevamente famoso, y no por sus figuras futbolísticas de exportación. Afuera
se indignaban y se reían. Hasta que surgió el primer foco en otro país, y la
alarma secreta llegó a cada casa de los rincones más apartados del mundo
cuando a la semana guerrearon en otros tres países, uno de ellos más allá del
océano. Pero en el país de origen no se supo: las comunicaciones, cortadas
hacía rato para la mayoría de los que de alguna forma habían escarbado una
vida precaria en sus chozas tres veces tapiadas para evitar los asaltos, se
cortaron para todos, y ya no se supo qué pasaba más allá de las fronteras de
la batalla, pero también, en un momento ya no hubo más que contienda: al
sexto mes, mientras Héctor refugiado en el exterior veía surgir otra vez la fiebre
de la lucha, María comió una última cucharada de mermelada, ya sin pan,
galleta y queso, y limpió con los dedos el fondo vacío, y lamió con la lengua el
vidrio, y cuando no hubo más, elevó el frasco en las alturas y miró hacia afuera
por la única rajadura entre las tablas superpuestas que tapiaban las ventanas y
harta, estúpida, trágica, patética, flaca y vieja, sin balas ya en su escopeta, sin
patio delantero, sin fuerzas, arrancó una a una las tapias y salió afuera a pelear
por su mermelada, por bronca, porque no entendía nada y tenía ganas de
mandar a todos al carajo, a los pibes de escuela y los maestros y las madres y
los vecinos y los tacheros y los sindicalistas y los intendentes y los
gobernadores y los dueños de los carritos desaparecidos y los conductores del
helicóptero que ya no venía y los locutores callados de las radios y los
conductores desaforados de la televisión y los presidentes y las
multicorporaciones y los dirigentes y los productores de mermeladas y el
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mundo loco como una cabra. Nunca más se la vio, como no se vio a muchos,
sobre todo cuando en el séptimo mes la pelea tuvo su fin. Era una mañana
clara cuando se tomaron las humanas decisiones de salvar a la gente de sí
misma, de una lucha improductiva, inconveniente, peligrosa, que amenazaba
con destruir la totalidad de lo existente. Era un mediodía claro en el que el
cuerpo agotado de Marcos tambaleó para esquivar como por primera vez el
puño, y mareado de hambre y sed y sueño y el desgaste imposible de una
larga pelea por orgullo, voluntad, inercia y alguna razón olvidada entre los
golpes vio en el borrón de su cuerpo flexionándose a toda la gente peleando, a
caras conocidas y extrañas, a caras desgastadas y ojos con el brillo de un ideal
incomprensible, incomprensible para él; se vio peleando sin comprender, y
sintió entonces la trompada de Juan, flaca pero efectiva, que lo tumbó en el
piso donde retumbó su cabeza que miró hacia arriba, hacia las nubes movidas
lentas por el viento. Y no se levantó, las nubes lentas sobre todos esos
cuerpos flacos en movimiento, sobre el mediodía azul y el sol, y sintió entonces
la patada flaca en el estómago, y miró con rabia a Juan, que no lo vio, que
levantaba nuevamente la pierna, que lo vio. En la de Marcos reconoció su
propia rabia, la incomprensión, la falta de sentido, y confusos y estáticos por
primera vez en medio de la totalidad de la contienda, se miraron flacos,
andrajosos, iguales en toda la soledad y todo el desamparo como antes, bajo
el eterno cielo azul y la pelea amenazando con tragarlos. Pero nadie los
golpeó, no hubo tiempo para nada más en el estruendo repentino de todas las
descargas, las bombas y el fuego tapando las nubes cuando llegó la guerra por
la pacificación, enorme, de humanitaria restauración, que no hizo concesiones
en nombre la paz y puso fin con fuego en puntos estratégicos todos esos
cuerpos en movimiento, esa insensatez, esa destrucción, esa alteración en las
instituciones, esa amenaza del orden público, ese completo desastre, esa
bronca, esa total falta de sentido, la incomprensión toda manifestada sin
licencias, sin ataduras, sin dirección, sin palabras: se le puso fin en un
operativo de tres semanas).
2. Elisa, yo, Ernesto
El fin del mundo fue televisado por primera vez un mes después. A las doce
de la noche, en una esquina del planeta donde el fin del mundo todavía no
se acercaba demasiado, alguien prendió la tele y lo vio: un predicador medio
sucio vestido de blanco, apuntando el brazo al cielo y anunciando el final.
Esos ojos miraron el rostro cetrino de la grabación en pantalla con incredulidad
y una sonrisa irónica; la mano en el control remoto cambió de canal con el
aburrimiento de quien practica zapping con frecuencia. No había nada esa
noche. La tele se apagó, el cuarto quedó a oscuras, y la noticia del fin del
mundo no se propagó hasta varios meses después.
El predicador, en tanto, caminaba las calles sumido en la desesperación. De
fe sincera y culpa tenaz, no podía recordar un momento de su vida en el que
no hubiera deseado el amor de Dios tras el valle de lágrimas, pero ahora que
tenía certeza de fin se encontraba dividido entre deseo del cielo próximo y la
cruel incertidumbre sobre el grado de pecado de su anhelar el fin, sobre todo
cuando este venía mediado por la intervención de fuerzas infernales. Las calles
despojadas de una ciudad sucia no ofrecían consuelo a estas dudas: la gente
es cruel e intolerante con quienes piensan distinto. Anacrónico, el predicador se
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había imaginado San Sebastián de las flechas del desprecio popular, y había
tolerado los escupitajos acariciando el sueño del paraíso postmortem. Pero
ahora huía .
El fin del mundo comenzó en un pequeño pueblo del sur de los Estados
Unidos, uno de esos pueblos semi-abandonados por el quiebre de la empresa
que representaba la mayoría de los puestos de trabajo. Era un pueblo de
no más de quinientos habitantes a más de dos horas de viaje a cualquier
metrópoli cercana, con un cine quebrado, un bar sucio de viejos de barba
larga, una confitería despintada y teléfono público al costado de una ruta que
ya no transitaba nadie. Tenía una escuela, una comisaría y uno de los bancos
destartalados menos robados del país. El predicador vio el fin del mundo en
ese rincón del planeta cuando la marcha de los acontecimientos ya tenía trazas
de ser incontenible. Vio los cuerpos retorcerse en ira, los puños levantarse sin
temor, vio el sudor y la sangre, el cansancio, el desborde de una población
pecando en frenesí infernal, y huyó despavorido a ofrecer su palabra de orden,
amor de Dios y paz. Consiguió un espacio al aire y advirtió los terrores del
infierno. Un hombre en Tokio lo vio y se lo mostró a su novia. Se rieron un buen
rato. Comprendieron el fin del mundo tres meses después.
El predicador se equivocaba. Vio alzarse la furia popular y leyó en eso una
manifestación del demonio. Era una cuestión mundana: sus rezos, evasivos,
deshonestos y miopes, sirvieron de poco. Cuando el alzamiento se extendió,
sin orden ni concierto, el pobre hombre no pudo no sentir flaquear su fe. Vivió
la tentación, y escapó de ella.
El fin del mundo se vio con mala señal, en un televisor de aquí, de Laferrere
a las doce de la noche, el tornado me había dejado sin cable y fui a la casa
de mi vecina que tiene Direct TV. De mi vecina Elisa que hace mucho que me
gusta pero es casada. Ahí sentado entre ella y su marido, Ernesto, vimos las
filmaciones (la mayoría caseras) y tomamos unas copitas de maraschino (yo
nunca lo había probado) y cuando terminó la transmisión tuve que escuchar
sobre el terreno que habían comprado en Isidro Casanova donde iban a
edificar porque aquí alquilaban.
"Que tengan suerte", les dije, cuando me fui, y todos sonreímos, pero yo
pensaba en lo mucho que iba a extrañar a Elisa cuando se fuera.
Y esto sin siquiera estar seguro de que ella sintiera algo por mí.
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