¿Cuánto iba a demorar ese sánguche? Hacía mucho calor y tenía ganas de ir al baño; el mozo me había hecho un gesto incomprensible desde la otra punta del café, y no sabía si era que se había olvidado del pedido o que ya salía. Y también María se había retrasado; acordamos a las quince y eran quince y cuarto, y de sus enormes aros colgantes, sus bolsos tintineantes y abalorios de colores, ni rastro. Ella tenía esas cosas de las personas con ansias de bohemia, y como siempre, seguramente quería llegar tarde para demostrarme que no se ajustaba a los relojes, que estaba en contra del estriamiento del tiempo por “ese señor de agujas”, ya me lo había dicho una vez, mientras mis manos se deslizaban por su ingle y la boca exhalaba aire caliente. Y puta, hacía calor en el café, el mozo volvió con el sánguche y la cerveza caliente. Una chica entró, un perfume con la chica; vestía ropas como hindúes y una de esas carteras de colores, pero no, no era María. Estaba buena, igual, buscaba con la mirada mientras despegaba el pelo de su cuello y lo tiraba al costado, apenas algo húmedo, y encontraba con la mirada y se sentaba en una mesa cercana, junto a una piba que la contemplaba y le sonreía y le acariciaba la mano. Miré para otro lado como con vergüenza, y luego fijé la vista. La mano acariciaba la palma y se reían en murmullos intimistas. Y entonces llegó María, que entró por la puerta con olor a indiferencia, se sentó enfrente y vació el contenido de su bolso en la mesa, obligándome a mirarla, porque esta costumbre me irritaba mucho más que el calor y la humedad, y ella lo sabía. Pero más me irritaba el mozo, que viendo a la recién llegada caminaba a paso rápido a atenderla, y tenía una sonrisa titubeante y jugaba con la carta estúpida entre las manos. María no le llevó el apunte, ordenó lo de siempre y se dedicó a revolver callada entre las cosas, esperando.
Así que rompí el hielo, como siempre.
- Hola María - y en otros tiempos habría sido un "hola amor"-, cómo andás.
Y las frases de todos los días, evitando hablar de colectivos o preguntarle por qué había tardado, aunque cada palabra que decía sonaba como queja y ella lo notaba y decía nada, muda y revisando entre sus cosas, mientras el mozo se apuraba a traer el licuado, las lesbianas se iban de la mano y María revisaba su celular. Tome aire, repasé algunos textos prefijados en mi mente, elegí uno, abrí la boca y erguí el tronco:
- Mirá, esto es así, el gato es de tu amiga pero el que lo cuidó fui yo, y me parece que está claro que me quería más a mí que a vos, que nunca le diste pelota.
Era lo que necesitaba. La indiferencia se le fue al carajo, y me miró con una cara horrible, de repente descompuesta.
- ¿Es lo único que me queda de Sofía y me lo querés sacar? – dijo escupiendo, y el mozo, que merodeaba, me clavó la vista.
- Sofía...no me hagas empezar con Sofía...
María posó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante.
- ¿Así tratás la memoria de mi amiga?
- ¿De que hablás María? No se murió, se fue a Neuquén…
Y ya estaba establecido el juego.
- Sos un cínico.
Hubo un minuto de silencio en el que sólo nos miramos, como tratando de ver adónde iba la cosa. Yo no pensaba en nada, y entonces el mozo se acercó con timidez, carraspeó y finalmente abrió la boca. Tartamudeó un "Disculpen... tengo que cerrar la caja. ¿Les puedo cobrar?" y se quedó parado al lado de la mesa, esperando. Le dijimos que sí, que le pagábamos, esperando que se fuera un rato para terminar de vernos sin rupturas de isotopía ni intervenciones, pero se quedó y dejé de mirar a María y lo miré, intrusivo como los mozos, y tuve que pagarle. Así que saqué la plata del bolsillo, que estaba arrugada, y María encontró cómo seguir, y se apuró a señalarme mi costumbre de pagar por los dos, mi machismo y esas yerbas. Afuera seguía haciendo un calor insoportable; los vapores de la avenida se colaban, narcóticos.
- ¿Y retomando, quién nombró al gato?
La cosa no terminaba más. María se apuró a recoger sus cosas y se dispuso en posición de batalla, mientras el mozo y el cajero nos miraban con sonrisa displicente.
-No mirés para otro lado cuando te hablo.
El calor abrumaba y la discusión no terminaba más, María había decidido hacerla épica.
-…vos no sabés lo que pasó con Sofía…ella me quería… ¡bah! Si sí sabés… es que sos un insensible… - y seguía.
Al final éramos los únicos que quedábamos en el café. El mozo seguía mirando, aunque ya menguado su interés; el bolso de María descansaba sobre la mesa, y mientras, ella seguía sacudiendo los brazos, golpeaba el salero contra la mesa, arqueaba las cejas, hacía que lloraba. Mientras, María daba lata, lata, y el mozo taconeaba. Yo sabía y ella sabía que ella exageraba. Nosotros éramos un gran teatro del que el público había huido espantado, y como siempre, sólo quedábamos ella y yo, gastados, poco originales, como condenados a repetir los mismos gestos, las mismas fórmulas y frases. Imposibilitados de romperlos, y su bolso se reía de todo eso mientras María lo vaciaba una vez más.
- Qué hacés- le dije con cansancio-, qué hacés.
Ella terminó de vaciarlo, encontró lo que buscaba y comenzó a llenarlo nuevamente. Y mientras tanto hablaba, y luego jugueteaba con el bolso y yo sólo pensaba que basta, que no entendía para qué seguir, y María se preparaba para vaciar todo nuevamente, como le gustaba, mientras el mozo comenzaba a levantar las sillas y limpiar el suelo arrullado por la voz de María reprochando, yo callado finalmente, ceñudo. Y se me ocurrió, fue un saber raro no verbalizado que se me cruzó por la mente, una idea loca, exasperación, las manos de María como arañas sobre la tela del bolso, sobre los espejos o lentejuelas.
- …y me quedo sola, porque sos tan insensible que no me escuchás...- repetía ella, y entonces me paré de pronto por primera vez y le saqué el bolso de las manos, para que se callaran sus manos, y se callaron con toda ella, y me miró confundida. Pero después se paró, se adaptó pronto y volvió a hacer lo que estaba condenada a hacer: ya fruncía el ceño, ya abría la boca, ya volvía al tren de nuestras peleas como lazo inevitable. La miré con pena, con el bolso entre las manos, el bolso que ya no era una parte de María sino él mismo. María volvía a perderse en palabras, y yo jugaba con las tirillas de tela como acariciándolas; María hablaba y yo no podía, tenía que ponerle fin de una vez por todas, y la idea loca apareció una vez más y fue como un sentir, no un saber; con el bolso de lentejuelas en las manos y ella que ya avanzaba y el mozo dando baldazos alrededor de nuestra mesa, me di vuelta, apenas titubeé; salté un charco y me fui corriendo. Y lo detuve todo; ya estaba lejos cuando María se puso a dar chillidos, ya a mitad de cuadra con su bolso de lentejuelas verdes; corría acariciando las tiritas, las lentejuelas que ella había cosido, con el bolso que no era él mismo, sino la esencia de ella, corría lejos de María y la llevaba conmigo, y pasé mi casa, el gato, todos nuestros lugares de discusiones dejados atrás, todo nosotros, lazos. Y entonces se me cayó el bolso. Pero mejor corría.
Martín Macías y Gad producciones
30/11/09
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