Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal,
casi anónima. Ya era de noche;
desde el polvoriento jardín subió
el grito inútil de un pájaro.
casi anónima. Ya era de noche;
desde el polvoriento jardín subió
el grito inútil de un pájaro.
No hablemos del clima o del tránsito.
Tonterías.
Hoy hubo mucho tráfico y se nubló. Crovara tenía el aspecto de las cosas antes de un cataclismo. Mentía estar vacía, gris, solitaria, y todo el metal de las marquesinas y los camiones aparecía empañado como el mar un día de bruma, con esa suciedad desparramada al descuido y opaca. Volaban unos papeles sobre el piso e íbamos todos detrás de un camión que avanzaba lento, con la lona suelta ondeando grácil la impaciencia de los conductores. Era bello y sólido pero la realidad se caía en cuadraditos, llovía en confeti sobre la acera y se mezclaba formando un charco denso como mercurio. No se veía, pero el recorte de los árboles goteaba sobre los parabrisas junto con tajadas de mampostería, narices otoñales, principios de bufandas y buzos, humos, propaganda, carritos de bebés y uniformes. Limpiábamos los destrozos sobre el parabrisas como podíamos, y entonces todo se mezclaba y conducíamos sobre un colchón de recortes sin ver, atentos a la pretensión de una solidez ineludible, y nuestros autos podían galopar sobre los cráteres formados en Crovara sin que quisiéramos darnos cuenta, por un rato. El cielo era un manchón blanco y un desliz como de tinta negra corrida con el dedo era nuestro sol. Lo adorábamos, y cuando nuestros autos se deshicieron en virutas y Crovara nos enfrentó con su paisaje lunar caminamos bajo él sintiendo su frío en la espalda, en las entrepiernas, en los sobacos. Los cuerpos sudaban frío, las manos, congeladas, y seguíamos hacia adelante como siempre, detrás del resto de un camión.
No veíamos el cambio. No habríamos sabido entenderlo.
La noche llegó, indolente, y nuestro cielo se vació del sol, que cayó ondeando como figurita en el charco.
Caminábamos, caminábamos hacia adelante. Caminábamos por horas con las manos inciertas, las narices goteándose al charco caótico donde se disolvían nuestros pies.
Y nunca se volvió a hacer de día, y la realidad fue un amasijo sobre las ruinas de la ciudad arrasada desde los cimientos, sobre los restos de un mundo seco de latas de gaseosas, o mosquitos abollados, o rieles retorcidos en pasto de los ferrocarriles. Fue el fin de la civilización, el fin de lo salvaje, el fin del orden y del caos primigenio. Pero seguimos caminando.
En todo vemos el eco de un pasado que pudo no ser; sentimos, a lo sumo, una sospecha, un temor repentino reptando en nuestra noche. Confiamos en un mañana en el que todo va a seguir ahí, y nos lo concedemos, esperamos, creemos en un cuerpo, un pensamiento, una individualidad, una fusión, un ser.
En todo vemos el eco de un pasado que pudo no ser; sentimos, a lo sumo, una sospecha, un temor repentino reptando en nuestra noche. Confiamos en un mañana en el que todo va a seguir ahí, y nos lo concedemos, esperamos, creemos en un cuerpo, un pensamiento, una individualidad, una fusión, un ser.
Sabemos el cambio.
No lo vemos.
No querríamos entenderlo.
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