El miedo es animal. Es el absurdo, y perder el control de a pedacitos, de pronto, inexorablemente; Op Oloop enamorado matándose a lo bobo una tarde de otoño.
El miedo es una lengua húmeda lamiéndote la oreja impávida. Es un puño, retorciendo con complacencia los esternones.
El miedo suda frío y se huele a distancia.
No tiene sentido, más allá de sus razones; no tiene excusa. Es pantanoso, es cotidiano, ajeno al concepto de estruendo, de tormenta. Es, lugar común, desesperación sorda; una ansiedad marítima golpeando persistente, con insistencia. Tolerable, evadible, constante ahogo: miedo, miedo, miedo.
Te abraza, te apoya, te viola en público y en privado, te seca las lágrimas y no se detiene nunca, ¿quién lo mira, quién lo censura? No te deja dormir. No te deja comer. No te mira de frente, y por eso, no te deja de mirar nunca. Destemplado, lo analizás, lo olvidás por un rato; luego vuelve. Pero insistís, huís, le das la espalda. Le das la espalda y caminás vehemente. Te tropezás. Lo sentís, tocándote. Te vas corriendo.
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