28 jun 2012

Quesista soy, y al queso adoro, y en el queso creo, y al queso amo (Parte III)

Tuve que volver al viejo barrio italiano y tocar puertas ajenas. Me habían llegado noticias de que Mozzarella había tomado un avión hacia Estados Unidos con su marido, de que el negocio familiar se había dispersado durante la crisis económica, de que el barrio estaba lleno de gente nueva. Especialmente de que estaba lleno de gente nueva, negocios nuevos, idiomas nuevos. No me importó. En cierta forma yo también era gente nueva. Ya no entendía bien el tema de la pertenencia, de las raíces. De no ser por las dificultades económicas, me habría ido al sur, a Comodoro Rivadavia, a cualquier lugar lejos de Buenos Aires. Bah, qué sé yo. Lo cierto es que una noche me encontré golpeándole la puerta a Gorgonzola bajo una lámpara con la pintura cascada. Y Gorgonzola, primo de Mozzarella, a diferencia de los anteriores, abrió la puerta y me recibió. 
La casa de Gorgonzola era vieja y olía a humedad. Gorgonzola, como su casa, parecía enmohecido. Y sin embargo, me di cuenta al poco tiempo que si bien había perdido lo dulce de las épocas en las que salía conmigo y Mozzarella, todavía conservaba la picardía de entonces. De habla lenta y caminar pausado, y mirada fija y persistente, pero algo vacía, había ampliado su repertorio de chistes picantes de forma tal que en todo el tiempo en que estuvimos juntos, nunca lo oí repetirse. Contaba uno todas las noches, en la sobremesa, bajo la lámpara verde oscilante de la cocina, entre los platos sucios, abrigado por los azulejos mugrientos de una cocina casi abandonada a su propia mugre. Yo me reía amargamente, al principio, abiertamente y con cierto abandono incrédulo, al final. Recordaba a Mozzarella al ver sus rasgos y me aseguraba a mí mismo haber abandonado todo interés por las mujeres. Se fue: mala suerte; paciencia y pan criollo. Gorgonzola aprobaba mi postura con un desganado asentimiento y liaba dos cigarillos. Fumábamos hasta tarde imaginando cómo armar un negocio rentable, cómo ganar la lotería, cómo conseguirnos unas minas millonarias. Llegábamos a conclusiones fabulosas e impracticables y nos íbamos a dormir: él a su cuarto húmedo, yo al sillón bajo el reloj. Al principio me despertaba cada media hora con un gong, después simplemente me acostumbré. 
Al mes conseguí trabajo en una carnicería. Al año me fui del país. Gorgonzola tenía unos tíos en Italia, así que fuimos allí. No me quedé mucho. De la mano de Parmesano, un amigo del caserón donde nos alojaron, conocimos a una muchacha rubia y flaca de ojos tiernos y piel suave que nos quiso a los dos. Fontina. Olía a nuez y buscaba marido. Gorgonzola enfermó de amor. Insomne, en el calor de nuestro cuarto compartido  me contaba una vejez bucólica entre viñedos a su lado, tomando vino casero y fumando pipa mientras sus nietos corrían alrededor. No sabía que ella nos veía a los dos. Dejé a Fontina formalmente en un campo regado de margaritas una tarde de mi primer verano en Italia, y me fui de la casa de Gongonzola la semana siguiente. Algunos años más tarde supe que se casaron, que tuvieron hijos, que ambos engordaron sin reticencias ni lástimas y que supieron quererse hasta el final. Que la voz enmohecida de Gorgonzola acunó nietos y bisnietos y vio crecer sus plantas y morir a su mujer. Yo no quería eso en ese entonces. Estaba solo en un continente nuevo y extraño en una época agitada y poco me importaba nada. Acepté una invitación de Parmesano y me fui al norte con un bolso viejo y unos trapos. Nunca sabía dónde iba a estar el día siguiente, y me gustaba.

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