5 sept 2012

El vértigo de las palabras que no se dijeron y ya no importan

Viví: era como Aguirre a la deriva en un río amazónico apestado de muerte. Era inmune y tenía la cura en mis manos: el golpeteo absurdo de un hierro caliente en la cabeza de los tripulantes. Tenía licencia para lastimar en nombre de la salud. El que enfermaba se quedaba en tierra, desangrándose.
Todo pasaba por mis manos, yo estaba solo con el hierro y la cura, viviendo para propagarla y permitir la vida. Yo era obtuso, yo estaba solo: el día feliz había sido el primero y había pasado. Flotábamos en un agua marrón perdiendo maletas en el camino. Guardábamos el pasado en hojas que ya nadie leía. Flotábamos, ¿adónde?
El último día me detuve al borde de un sembradío rojo en el ocaso y dejé que mi tripulación huyera entre la gente. Nadie tenía noticia de la peste en estas tierras, el tiempo era viejo, mi poder era inútil. Le di la espalda al trigo y caminé por la calle de tierra sin fin con la cabeza gacha. Los que quedaban de los míos se cobijaban en la posada, traficaban los resabios de nuestra riqueza por un plato de sopa. Nuestros papeles flotaban en un embarcadero apolillado, hundiéndose como pulpa junto a las fotos.
Me miraron con los ojos gigantes de estupidez y hambre, con la audacia de un temor viejo que había sabido ser amor y ya no era nada. Hubo una pausa inmensa, un silencio de piso de tierra empolvado del murmullo de quienes no sabían ni podían recordar. Por eso cuando mi camisa se empapó de sangre y la sentí metálica en mi boca, gorgoteé de alivio. Ellos, los míos, bajaron los ojos, retrocedieron confusos. Los otros, los nativos, se afanaron alrededor, limpiaron la sangre con las manos, me empujaron gentilmente a la salida. 
Me senté en los escalones polvorientos y no sentí miedo viendo caer la sangre. Los perros, puro hueso, se arremolinaron para lamerme las manos. Los dejé hacer. Los nativos, fuertes y bronceados por el sol, me miraron con preocupación y superioridad. Los dejé hacer. Los míos escupieron a mis pies, doblaron mi hierro y huyeron con la peste en las sandalias.
Viví: burlé la peste hasta el final, hasta que tuve la voz cansada de sangrar, y al final ya nada de eso importa.  El día feliz fue el primero, el segundo gorgoteaste sangre y te dejé en tierra, desangrándote. Te miré desde el río, ahogándote en el vértigo de las palabras que no podías decir, en el reproche mudo de tus ojos gigantes de impotencia y rabia que iban a volver siempre en otros ojos y otras costas. Me hundí entonces como me hundo ahora; y mi poder fue una farsa, y el viaje, una excusa, y la muerte es precisa y justa.
Es tarde. Los resabios se desdibujan, borrándose para siempre cerca de una orilla.

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