Cuando planeo la clase tengo mucho para decir. Me paso horas leyendo. Leo tanto que mi cabeza se vuelve problemática. ¿Cómo organizar todo eso? ¿Cómo no ceder a las tentaciones de rigurosidades esquemáticas?
A veces tengo poco tiempo: preparo lo que dijo otro, y me siento condecorada con un honor que no me corresponde. En ese caso, la clase siempre tiene sentido.
Pero volvamos después de la digresión: en general leo bestialmente. En gran parte mi función como docente pasa por la selección, la fundición, y por el intercalar aquí y allá mi juicio crítico, alguna cosa "original, propia".
Escribo las clases, para no perderme en el caos de la proliferación de la bibliografía.
Luego llega la clase, y me rodea el tufo bovino de las miradas huecas, de la toma de apuntes desganada, del hacer preguntas a las que nadie contesta (y yo no pregunto cosas difíciles). De lo que escribí, digo la mitad. Las cosas tenían sentido (para mí esto es un placer, no solemos preguntarnos los por qué de los placeres), ese sentido se desdibuja un poco.
La primera reacción es acusar (internamente) al otro de bestialidad. Ellos eligieron esta actividad, y no están a la altura.
El miedo (lo que no puedo obviar) es esa parte del mea culpa: me falta seguridad, me falta pasión, no sé todavía cómo comunicarme, digo idioteces. O bien: vas camino a ser lo que te habías propuesto no ser.
Pero el tiempo es joven, y las dos lecturas del asunto están equivocadas. Todo se hace (y mejora) en la marcha.
Lo cierto es que, a pesar de todo, esto me hace terriblemente feliz. Para lo demás, habrá que volverme a preguntar cómo marcha en un par de años.
Lo cierto es que, a pesar de todo, esto me hace terriblemente feliz. Para lo demás, habrá que volverme a preguntar cómo marcha en un par de años.
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