2 nov 2012

Aparte

Whisky y puchos compulsivos.
Supiste llorar tanto que no entiendo
cómo no se inunda Buenos Aires,
cómo no corren riachos de agua salobre por el empedrado
y agitamos los pañuelos despidiendo a los amantes
huidores de los canales, y las aguas,
pestilentes,
no se llevan nuestras súplicas.
Tres tazas de café.
Tus suspiros, voz de sarro,
y no entiendo
cómo no arrancaron los paraguas de las manos
cómo no las dejaron clamando al cielo entre el viento.
Pausa.
Mirás, y se te hace un nudo la lengua
y vas ahí, por las calles, babeando de puro desconsuelo
como un perro hambriento de esperanza
con ese nudo torpe colgando a la vista;
volvés a mirar,
y no sabés qué hacer con ese cuerpo
y los diez dedos de la mano y la nariz
y las piernas chuecas y los senos que caben
en una palma.
Un ibuprofeno, para el dolor de cabeza.
Amanece. Las calles siguen teniendo
un brillo opaco de sol y cielo despejado.
Lo trágico siempre fue
esa quieta indiferencia de las cosas.


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