Es martes, hace un mes y seis años vivimos más allá del gran charco, y todos los cuadros se volvieron accesibles. El invierno es la cara de esta ciudad, aún bajo el sol estival, frías son las lenguas de nuestros vecinos citadinos. El tiempo gélido nos mantiene andando, como para engañar la piel. La vida es vertiginosa y nos vapulea, a veces con alarma, casi siempre con constancia mansa.
Quizás por la prisa, el otro lado del charco permanece como un paisaje difuso. Vuelve a veces con insistencia, como una mosquita vieja que se golpea contra los vidrios sin alcanzar a escapar jamás. París es el espejo ciego que la separa del otro lado
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Fragmentos de octubre, cuando aún no habían decretado el segundo confinamiento. Este fue un año particularmente pobre de experiencias, quizás por eso esta vuelta postrera a los paisajes cibernéticos que me acogieron alguna vez, desiertos y solitarios como los objetos de una colección abandonada o una persona que te cuenta sus intimidades demasiado pronto. Hace algo así como un mes fue asesinado un profesor francés como venganza o castigo por haber mostrado caricaturas de Mahoma en una clase sobre la libertad de expresión; semanas más tarde, se propuso otra ley liberticida por la que todo el mundo protesta pero ante la que el gobierno no da muchas señales de querer recular. Mientras tanto, expulsaron a refugiados e inmigrantes de la plaza de la República en un episodio cuya racionalidad no acabo de entender, cuatro policías golpearon sin motivo a un (otro) hombre negro, se aprueba lentamente una ley de reforma del sistema de investigación, en línea con tantas otras reformas a la educación (el gobierno de Macrón ha cambiado nuestro entorno legal-administrativo con una celeridad impecable y brutal) y hace unos días, mi universidad anunciaba haber recibido una acreditación ISO (¡la primera universidad en recibirla en París!). Entra tanta noticia que vuela como el viento con el correr de los días y se acumula en una pila a la vuelta del camino de la memoria, mi tesis avanza, entre eternas dudas e incertidumbres, en una discusión mental constante, invariable y banal con el derecho, y por eso es bueno cada tanto volver sobre las antiguas lecturas.
Rancière publicó esta nota hace unas dos semanas en Mediapart y se me dio por traducirla.
A propósito de la libertad de expresión
20 de
noviembre de 2020, por Jacques Rancière
El abominable atentado perpetrado contra Samuel Paty por un criminal
fanatizado ha suscitado una indignación que está a la altura de su horror.
También ha dado lugar a una serie de comentarios y propuestas que revelaron una
temible confusión, en particular con respecto al concepto de libertad de
expresión y sus manifestaciones.
Esto se debe a que, ya desde
hace algunas décadas, se ha venido desarrollando un discurso denominado
republicano que ha transformado sistemáticamente las nociones jurídicas que
definen las relaciones entre el Estado y los ciudadanos en virtudes morales que
estos deben poseer y, por lo tanto, en criterios que permiten estigmatizar a
quienes no las poseen.
Esta operación comenzó a
partir de la noción de laicidad. La laicidad inscrita entre los principios de
la constitución francesa significa que el Estado no imparte ninguna religión y
no permite que ninguna de ellas intervenga en la organización de la enseñanza
pública. Esta noción no está consagrada por ninguna esencia supuesta de la
república. La Tercera República francesa la impuso para terminar con el control
de la enseñanza pública por parte de la Iglesia católica que había sido
instaurado por una ley de… la Segunda República. La impuso, también,
recomendando a los docentes que no hicieran nada que hiriera las creencias de
sus alumnos. Es evidente, en efecto, que la laicidad que define la neutralidad
del Estado en lo que concierne a la religión no alcanza para regular las
relaciones entre los creyentes y los no creyentes, ni entre los miembros de
diferentes religiones. Lo que sí puede hacerlo es una virtud apta para moderar
el comportamiento de los individuos: la tolerancia, que solo cobra sentido si
es recíproca.
Los nuevos ideólogos de la
laicidad han alterado completamente el sentido de esta noción. Hicieron de ella
una regla de conducta que el Estado debía imponer a los alumnos, a sus madres
y, finalmente, a las mujeres de toda la sociedad. La obligación laica se
identificó, así, con la prohibición de una forma particular de vestirse: una
prohibición discriminatoria, porque solo concernía a las mujeres y las niñas de
una comunidad específica de creyentes, y establecía, de esa forma, una
oposición radical entre la virtud laica ordenada por la ley republicana y todo
un modo de vida.
Algo similar ocurre
actualmente con la noción de libertad de expresión. Esta libertad, fijada por
la ley del 29 de julio de 1881, es una libertad de los periodistas frente al
poder del Estado, poder que se expresaba a través de la censura o por la
obligación de obtener una autorización previa a la publicación. Establece que
los periodistas y otros actores de la opinión pública pueden difundir sus
escritos sin control de una autoridad superior, sin perjuicio de responder ante
la justicia por crímenes y delitos que podrían cometer al hacer uso de esta
libertad, en particular el delito de difamación. Señala que los escritos pueden
circular sin permiso del Estado, pero no por ello les otorga la virtud de
encarnar la libertad de expresión, ni hace de esta libertad un principio por el
cual puedan ser juzgados. Los escritos —y, eventualmente, los dibujos— que
circulan libremente no manifiestan, a pesar de esto, la libertad de expresión.
Solo manifiestan las ideas y humores de sus autores, y son estos los que son
juzgados por los lectores según sus propias ideas y humores. Si tomamos el caso
de las caricaturas de Mahoma —incluso dejando de lado el carácter difamatorio
que algunos hayan podido ver—, no expresan ninguna virtud inmanente de
libertad, y no están destinadas a provocar un amor por esta libertad. Expresan,
entre otros, el sentimiento de desprecio que ciertas cabezas que creen
pertenecer a una élite ilustrada sienten y quieren compartir con respecto a la
religión de poblaciones a las que juzgan atrasadas.
Unos criminales fanatizados pretendieron vengar este desprecio con la monstruosa ejecución de los periodistas de Charlie Hebdo. Pero, a partir de entonces, se puso en marcha un mecanismo ideológico perverso. Como el horror sufrido por estos periodistas los hacía mártires de la libertad de expresión, las caricaturas mismas se convirtieron en la encarnación de esta libertad. La caricatura en general, que históricamente ha servido a las más diversas causas, incluyendo a las más abyectas, se convirtió en la expresión suprema de esta libertad, que fue asimilada a su vez a una virtud de habla libre[1] y de burla atribuida por derecho de nacimiento al pueblo francés. Finalmente, la expresión suprema de la libertad de expresión ha sido identificada con la expresión del desprecio hacia una religión y una comunidad de creyentes considerados como ajenos a esta virtud francesa. La glorificación de las caricaturas se ha vuelto así un deber nacional. Políticos inconscientes o deliberadamente provocadores no han dudado en exigir que las caricaturas sean mostradas en todas las escuelas. Esto equivale a pedir que se incremente en todas partes el abismo que separa a las comunidades, que se ayude a la propagación de la intolerancia, y que se proporcione así oportunidades a los asesinos, al tiempo que se garantiza un apoyo más amplio a sus crímenes en una comunidad que se ha vuelto más sensible a las ofensas. Tal vez sea la hora de decir, al contrario, que una caricatura no es más que una caricatura, que aquellas son mediocres y expresan sentimientos mediocres, y que ninguna merece que las vidas de periodistas, de docentes y de todos los que hacen un uso público de la palabra se expongan por eso a la locura de los asesinos. Sería la hora también de devolverle a la libertad, por la que tantos hombres y mujeres sacrificaron y sacrifican todavía sus vidas alrededor del mundo, símbolos un poco más dignos de ella.
[1] La expresión del texto en francés
es “libre parole”, que podríamos traducir también por “palabra libre” o, de
manera más laxa, “libre expresión”. Es, por otro lado, el título de un diario
antisemita fundado por Édouard
Drumont a finales del siglo XIX e influyente en el caso Dreyfus, La Libre
Parole, y del semanario asociado, La Libre Parole illustrée,
caracterizado por sus ilustraciones y caricaturas satíricas. (N. del T.)
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