Hace diez años que dejé el continente
americano.
Lo primero que olvidé fue el nombre de las
calles. Las de la capital desaparecieron enseguida, exceptuando dos o tres,
demasiado icónicas, de las que supe desgastar las veredas. Las de mi ciudad y
todas las que me ataban al mundo que la rodeaba resistieron algunos años, pero
sacando las inmediatamente colindantes a la casa de mis padres, al final se
fueron confundiendo en una maraña ininteligible. Sentí la herida narcisista de
confirmar que nunca fui verdaderamente porteña, y luego la vergüenza de perder
algo familiar, pero terminó por no importarme, porque, al fin y al cabo,
siempre fui mala para la abstracción espacial. Me quedan las imágenes, cada vez
más brillantes, como lavadas por la lluvia, que acá no nos da tregua.
Lo segundo que mostró estar sujeto
ineludiblemente al tiempo y el olvido fue la jerga callejera, esa que denota
pertenencia cuando se aborda a alguien en la calle.
La causa fue, en parte, la apertura a las especies
foráneas, que había ya comenzado con los “bo”, “ta”, “de fiesta”, “de más” y
los “championes” uruguayos, y se instaló luego definitivamente, un poco por dar
clases de español "castizo" (lo que hizo que aprendiera rápidamente,
no sólo a cecear sin problemas, sino a hablar de “guiris”, cosas “cutres”, y
mandar a la gente “a tomar por culo”), otro poco por convivir con chilenos,
mexicanos, y otros géneros de latinoamericanos trashumantes. Quizás por la
dificultad de entrarle a la lengua, y por los lazos que me unían a ella, el
chileno se abrió un paso en mi cabeza, y desde entonces cada tanto descubro
algún pichón osado que trata de salir del huevo, aunque no lo dejo. No se me
escuchará nunca decir que me “tinca” algo, ni que amo la “pega”, ni que tengo
un “pololo”, ni menos que menos un “po”. Me cuido, sin embargo, al proponerle a
alguien tomar del “pico” si no sé su nacionalidad. Con todo, sea cual sea mi
voluntad, a veces se cuela en mi discurso alguna avecilla sigilosa, quizás
demasiado colorida, en general por confusión y por olvido, porque ya no sé rastrear
su origen: se me puede escuchar decir, por ejemplo, que no cacho algo, porque dudo
que no se diga también en Argentina, y al final no me importa demasiado. A
veces lo permito conscientemente, con términos específicos que es bueno
manipular en varias lenguas, como “cheto”, “pijo”, “cuico”, “fresa”, “bobo”
o “fighetto”, o “chinchín”, “santé”, “salute”, “prost”,
“cheers” “nazdarobia”, o “gaumaryos”.
Al final, todo eso es un incremento del léxico,
y tiene para mí su atractivo, aunque sea a costa de denotar el alejamiento
cuando estoy en mi país de origen. Lo dramático no es eso, sino, para volver al
tema inicial, lo que marca la distancia con el devenir de mis compatriotas (el “bla”
que ahora se puso de moda allá, y que rechazo) y, lo que es peor, conmigo misma:
la repetición ridícula, es decir, tratar de mantener un vínculo con Buenos
Aires sumando, a la tendencia a usar términos anticuados o sacados de los
libros (un “plato”, a “rolete” y un “periquete”, “pipi cucú” y “sanseacabó”, o
el “lavabo” y los “regazos”), que por lo menos habla de una memoria familiar o literaria,
todo eso que cuando estaba allá decía con ironía, y que ahora digo con cierto
cariño y ya sin saber si se dice o quién lo dice: que algo o alguien es “joya”,
“bludo”, “bluda”, “reina” y otras cosas que ahora no se me vienen a la testa.
Lo último o quizás primero en esta carrera
al asilvestramiento fue eso, lo absolutamente extranjero: todas las palabras
que a fuerza de ser dichas ahora vienen antes en francés que en español, y que
a veces vienen huérfanas, en lugar del español, ya sea porque no tienen
una traducción fácil o de rápida rememoración (el enjeu, que es el quid
de la cuestión, el meollo del asunto, lo que está en juego o el problema), ya
sea porque yo avanzo a bastonazos en francés y cada tanto hablo en forma
aproximativa (tirar un rétrécissement cuando quiero evocar un achicamiento
o disminución).
Mi lengua es, entonces, un jaleo de
animalejos de colores extraños, tímidos a veces, otras inopinadamente audaces. La
entretengo en un entre nous que conformamos con Martín y los amigos extranjeros
de acá, y no me causa pudor mezclar un “andiamo”, un “wait”, o un
“ça y est”: tiene algo de juego y de práctica, y en el apuro, de
necesidad. Solo cuando voy a Buenos Aires o Montevideo es violento, porque me
pesa el temor del esnobismo, pero la lengua vuelve rápido a su curso, y las
creaturas se ocultan en el bosque. Es el disciplinamiento de volver a “nuestro
lugar”.
En alguno de esos viajes de retorno, a mitad del recorrido de estos diez años, mi tía Betty me dijo con sorpresa al escucharme que había temido que fuera a perder el acento, y remedió un embrollo de fonemas afrancesados. Pensé en mis primos, que crecieron entre España y el sur de Francia, y hablan en un español de cetas y ces, en el que a veces mezclan con pereza un viejo término bonaerense, y en una tía de mi madre que huyó en la dictadura y que tras pasar la vida en Canarias, habla con un indudable acento colombiano. Y aunque aún no la conocía, pienso también ahora en una colega de trabajo argentina, que al cabo de tantos años de enseñar castellano en Francia terminó reemplazando la melodía rioplatense por la tonada española, sin que parezca producirle mucho pesar. Pero no pude evitar reírme y tranquilizarla, porque rodeada como estoy de latinoamericanos o franceses que agudizan el castellano, y con una pareja anclada lingüísticamente al Uruguay, llegar a ese punto de alejamiento resulta meridianamente improbable.
Vaya uno a saber si dentro de diez años podré decir lo mismo; el reverso de esa fidelidad al acento es, para bien o para mal, la machaconería, al hablar francés, del “petit accent”.
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