17 sept 2011

Coleccionismo [a propósito del término "finisterre"]

La tierra es casi redonda, chueca, y no tiene final; no hay un fin, repito, al menos de los geográficos. Todos lo sabemos. Así que bien podría decir yo, exagerando arbitrariamente como todo el que quiere ser escritor, que conozco el fin del mundo, que vivo en el fin del mundo desde que tengo memoria. Si dijera eso, entonces te contaría sobre el vivir al sur, sobre cómo nunca vinieron a visitarme mis amigos cuando era piojoso como todo pibe, sobre mi viaje accidentado todos los días del fin del mundo a Avellaneda y de Avellaneda al fin del mundo, de mi soledad de exiliado, de los vientos que rodean los abismos, de mi casa... Y podría hacerte reír si quisieras, o llorar, y podría cansarte, y podría incurrir en detalles anecdóticos, incluso hablarte de la flora, de la fauna, de cómo los colectivos son escasos y las vías de tren están oxidadas. Pero en determinado momento te aburrirías y te irías; de hecho, creo que ya te empiezo a aburrir. Y yo no quiero ser tu payaso en este momento, un señor de pintura roja sobre rostro sudado, un señor de esquema repetido todos los domingos, pero tengo algo de mimo y una idea confusa, algo que dijo un amigo que vive acá nomás, al que ya no veo casi nunca, que es un finisterrense para mí; y por ahí te interesa, y quizás sí te dice algo.
Se llama Mariano, o Adrián: nunca me quiso decir su nombre del registro, tampoco se lo pregunté. No importa cómo lo conocí, o por qué ya no hablamos. No recuerdo mucho de él, en realidad; sí algo que dijo, y el contexto. Era abril, volvíamos de un recital para el que había ahorrado durante meses, y que me dejó una sensación de contento de las que se olvidan lentamente. Caminábamos por las calles del centro hacia la parada del colectivo. Había sólo un borracho, nada nuevo, algo de todos los días; un tipo con barba que miraba abstraído su botella verde de tinto, su botella vacía de vino; un tipo de camisa desprolija que ladeaba la botella para acompañar el recorrido de una última gota que tardaba en caer, sorda y ciega ante la febrilidad de unos ojos de madrugada. Más gente no había; las luces tiritaban, eran mosquitas molestas bailando en manchones blancuzcos; los autos pasaban a montones, muchos, rápidos: no los veíamos. Se sentía como estar al costado del mundo junto a un borracho, puro vacío frío de brisa indiferente, y la única deseada, esa gota que jamás terminaba de aparecer, era como la última esperanza de una compañía que no se asomaba.
Tardo en contarlo, pero fueron segundos; el colectivo llegó y arrancó lleno de luces, y el borracho se quedó en la parada, con su botella. Hacía calor adentro. Pasábamos por barrios ignotos y el colectivo seguía igual de iluminado, lleno de chicos que hacían ruido. Y nosotros callados. Sin querer me había quedado pensando en el viejo, en el gesto tonto de buscar lo que ya no hay, lo que no queda, lo que se sabe inútil o demasiado poco. Pero Mariano me ganó de mano, pensaba lo mismo que yo. El fin de la tierra, me dijo, es eso, estar esperando algo que no va a haber, entretenerse con tonterías para pasar el rato, irse en colectivo antes de que cualquier final haya llegado, porque se sabe que no va a venir. Es volver a estar completamente solo. Yo casi me sonreí, pero ni lo miré, y no pude contestarle nada. Demasiado pronto, todo parecía estar muy lejos, y yo muy ausente. Desde el recital habían pasado años; años fueron los que tardé en regresar a casa, pero ya no llegué. El fin de la tierra es que todo lugar se desdibuje en el ser demasiado conocido y ajeno a uno; soy yo, quién sabe... Ahora pienso que quizás Mariano fue un tanto categórico; diría que si no va a llegar se inventa y listo, y ese borracho podría bajar por fin su botella en mi recuerdo, y dormir. Pero no quiero, en parte me gusta guardarlo así, inconcluso, desterrado, para siempre invariablemente tirado bajo la chapa de la parada, levantando la botella con cansancio, las luces de los autos huyendo alrededor, una, otra vez, otra vez. Así hasta el fin del mundo.

(Es una entrada vieja, del 2009, que por alguna razón terminó como borrador.)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La gente que se detiene a reflexionar cae en la cuenta (plagio a Rudiger o a Gadamer).

Y la cuenta es que siempre estamos en algún límite (plagio a Jaspers).

Lo sé, lo sé,... es malo percibir el Finisterre que no está ni en Galiza ni en Breiz sino en cada gen nuestro, reflejado en vaya a saber cuántos ecos de nuestros pensares.

Y peor si el Finisterre está acentuado por la idiotez ajena en desgobiernos.

En mi caso tengo un secreto para soportar y superar los Finisterres poco gratos y es la mirada (aunque sea en la memoria que de una foto tengo) de una hermosa mujer (ya) con los ojos del color de la patria o con los ojos que tienen el iris del color del cielo del color del mar del color inteligente y las ideas claras muy claras como esos (tus) ojos.

Piropo: ojos que reflejan al universo.

Soy un peregrino y vos permanente peregrina que bien sabe dónde pisa.

Anónimo dijo...

P.S. Que el mundo se entere.