Alguien lo vio empezar todo desde la ventana de la cocina. Más allá de la sombra del techo, de las telarañas tendidas sobre el vidrio, de las ramas de los arbustos pegados a la pared y del tronco de un pino viejo entre el pasto crecido, y más telarañas, pasando las rejas, con el aspecto cursi y verde de casa vieja de barrio, más allá de la vereda de esas baldosas chicas, amarillas, más allá de la calle con una loma de burro absurda y algún que otro bache, de la otra vereda y el inicio de pasto verdeamarillo y un banco de plaza y un camino sinuoso y un tacho caído y unas hamacas, apenas a metros de un monolito con prócer y de sus palomas de turno, diminutos, de guardapolvo blanco, indistinguibles, absolutamente insignificantes los vio. Tenía las manos sucias bajo la canilla en la pileta pegada a la ventana donde la costumbre de abuelas había puesto plantas bajas y cactus en macetero, y se lavaba y se secaba las manos con un repasador húmedo mientras miraba allá a lo lejos sin mucho interés. Le dio la espalda, luego se volvió, cerró las cortinas de tela, y luego le dio la espalda.
Cuando los medios dieron cuenta del asunto, la pelea ya llevaba largo rato, y había traspasado los límites de la plaza donde en una tarde de agosto uno de los chicos soltó la mochila, se arremangó las mangas de su guardapolvo (sucio de banco de escuela, arrugado en la espalda) y en un gesto decidido pegó el primer golpe. Y había pasado todo el momento inicial: los otros chicos sumándose a la pelea, la deserción escolar de un lunes a las ocho de la mañana, la junta de preocupados profesores, el viaje hasta la plaza, las diatribas (¿Era porque habían sido demasiado permisivos? ¡No, era por el autoritarismo! ¡No! ¡Eran los padres!), los adultos sumándose a la pelea inicial. Y la bronca de los vecinos que vivían cerca de la plaza convertida en batalla campal, de pronto enfrentados sin tapujos, apretándose los ojos unos a otros, mezclándose en el conjunto de personas en movimiento, hasta que tuvo que venir la policía, porque la pelea ya desbordaba el conjunto de cuatro manzanas y María atrincherada no había dejado de llamar durante dos semanas día y noche, y los policías se vieron involucrados y al final se sumaron también, apelados e incapaces de contener el desborde. Y no tardó en enterarse el grupo pacifista de la zona, que se unió contra la represión, y unos grupos punks y anarquistas, que se mezclaron, y pasó la milicia, también, pero las armas caían, ineficaces, y se metió un concejal y recibió una trompada y se alejó, y se acercó un líder sindical y sus amigos, y se dividieron las aguas aunque nadie supo quién peleaba para quién y cuál era la razón, y se atascaron en el conflicto los tacheros, se quejaron los transportes, medio mundo faltó simultáneamente al trabajo, se bajó gente furiosa de los colectivos, y peleó, pasó el intendente, y no entendió pero prometió, y la pelea dejó el barrio. Y recién entonces, cuando empezó a rozar la periferia de la primera gran metrópolis, los medios descubrieron que ahí pasaba algo.
Claro que para entonces el fenómeno había sido observado, cubierto y malentendido por unos cuantos periódicos del barrio. Se habían enarbolado mil hipótesis sin mayores resultados. Que ese rejunte de puños sacándose sangre hubiera empezado en dos criaturas rasgando sus guardapolvos era algo que no aceptaba nadie, se creía en eso menos que en el Dios De La Milanesa, los gualichos y las pastillas para adelgazar. Eventualmente fue un recuerdo que se olvidó. No hubo, sin embargo, quien no le echara en un primer momento la culpa a los videojuegos, por la gran cantidad de chicos involucrados en el asunto, pero en general los escritores del barrio hablaban del aumento de la inseguridad, la rabia de los vecinos desbordados, la rara y peligrosa realidad de las peleas tribales, complots del candidato a intendente opositor, enfrentamientos de los equipos de fútbol y arrebatos de violencia masiva. De la caída de las instituciones. Envidia de provocadores de barrios vecinos. Flagelos de origen extraterrestre. En definitiva, se dijo de todo, y la tinta corría desde las casas lejanas a la pelea, porque la mayoría de las cercanas no tardaban en quedar vacías cuando uno a uno sus miembros terminaban sumándose al disturbio. Los grandes medios descubrieron eso muy pronto: los que iban, generalmente no volvían. En vivo muchos habían visto al reportero ceder a alguna instigación, devolver una trompada, perder un diente, al camarógrafo correr en su auxilio dejando una cámara descontrolada mientras ellos se perdían en la fiebre, una cámara que tambaleaba y se caía volteada por algún cuerpo que con ella sentía amortiguada su caída. Al principio eso causó gracia: los periodistas en el canal eran firmados con caras descompuestas de la consternación hasta que alguien se acordaba de cortar toda transmisión, y las imágenes se recuperaban y comentaban en otros programas, y todos reían y reprobaban esas actitudes inexplicables de escaso profesionalismo. Pero luego los casos se multiplicaron, en diferentes canales, entre los miembros de diferentes periódicos, y el sueldo del periodista se triplicó por el riesgo laboral que suponía salir para hacer una nota, y eventualmente escasearon los profesionales y hubo que hacer algo para obtener información. En un trabajo de celeridad inexplicable que involucró una formidable cantidad de mano de obra, se instalaron cámaras: todos sentían necesidad de controlar ese avance imparable. El patio delantero de María, encerrada con su escopeta con balas de sal, detrás de un muro de maderas y muebles apilados tras las rejas cerca del epicentro del conflicto, se convirtió en uno de los espacios seguros para varias cámaras de vigilancia y micrófonos. Era para todos un buen trato: su espacio ofrecía un lugar seguro para recaudar información, a ella le pagaban con provisiones quincenales caídas desde el cielo. Esto provocó algunos intentos de invasión de otros vecinos encerrados en sus casas y de luchadores agotados por el hambre, pero María se defendía bien, y la situación se sostuvo por un par de meses sin que ella saliera de la casa. Entretanto, afuera la comida era otro motivo de conflicto, y tras el saqueo de algunas tiendas sorprendidas en el avance incontrolable de la violencia, y la clausura de aquellas que veían a la marejada aproximarse, no pasó mucho tiempo hasta que los márgenes de la batalla pudieron precisarse por la presencia de carritos de comida. Con cada semana se incrementaba por dos su cantidad y aumentaba en un par de kilómetros el radio de la pelea; encerrados tras plásticos irrompibles, los vendedores recibían los pedidos de los luchadores, y también de atrincherados que abandonaban sus casas famélicos, con los ojos desorbitados de susto, y a veces no volvían de pura rabia o perdían en peleas sus provisiones. Algunos carritos kamikazes incluso abandonaron los márgenes del conflicto para internarse por temporadas de avance lento en el tumulto. Pronto algunos vecinos de las afueras se dieron cuenta, e instalaron sus propios negocios, tejiendo túneles subterráneos para llegar a centros proveedores sin sufrir mayores daños. Fue una reestructuración lenta y dolorosa, pero se acostumbraron. A los dos meses, sin que el gobierno, las grandes empresas, los medios o los otros grandes secretos y no tanto grupos de poder hubieran podido terminar de fijar la dirección y el motivo del conflicto, o difundieran una explicación razonable que los dejara bien parados, o se echaran la culpa entre sí, o pudieran siquiera empezar a pensar soluciones, la contienda ya era algo cotidiano y usual, que ya había generado kilómetros de prosapia, varios best sellers, guías de supervivencia para el vecino asustado, power points que circulaban por Internet, tres virus, chistes, grandes declamaciones, kits de defensa personal, botiquines, chalecos de protección e inútiles instalaciones de seguridad. Incluso se había incrementado la adquisición de peluches, aunque nadie sabía bien de dónde salía el dinero para tales inversiones: el sistema productivo de las zonas en conflicto estaba completamente destruido, y mitad de la población vivía en la indigencia. La otra mitad huía a otro continente o se preparaba como para un largo invierno nuclear. O simplemente sobrevivía. Había grupos de apoyo para eso: yoga, religiones alternativas, sociología, filosofía, misticismo; incluso habían surgido nuevos grupos pacifistas no beligerantes, dos veces: el primero se peleó con el anterior, el segundo mantuvo lejana a la zona del conflicto la sede oculta de sus reuniones. Héctor, pacifista, había escapado de treinta y un peleas y había sido expulsado de los tres grupos: de los dos primeros, por idealista, descomprometido y traidor; del tercero, por lo mismo: se había refugiado en el lugar menos pensado, la casa de una próspera hermana que, en un improvisado almacén de ramos generales cercano a las fronteras siempre mutantes de la contienda, vendía guantes de boxeo, cuchillos y escopetas caseras, algo inaceptable en el familiar de un buen defensor de la paz.
Y pasó otro mes, una temporada de grandes lluvias, pérdidas energéticas, déficit y quiebra, deudas a nivel internacional, malas cosechas, desabastecimiento, huelgas en sectores alejados, nuevos focos de conflicto en las nueve esquinas del país. Mientras María dejaba de recibir provisiones, la noticia alcanzaba los grandes medios extranjeros y suscitaba extrema preocupación. Un famoso predicador de televisión identificó en lo que ocurría en ese lejano y usualmente menospreciado territorio el inicio del Apocalipsis; un conciliábulo de los dirigentes y tiranos de las grandes potencias se reunió y no halló gran solución. Sin que nadie pudiera explicárselo, en la pequeña tierra combativa en ese costado del mundo hubo una oleada de retorno de jóvenes radicados en el extranjero, que volvían con un dolor patriótico para luchar por su atomizado país. Hubo un conflicto generacional. De pronto la batalla surgía en cada casa, entre no tan viejos padres y no siempre jóvenes hijos, y las familias, que antes se peleaban por mezquindades del afecto o de la herencia, de pronto se desgarraban por alguien que sentía el febril deber y alguien que se oponía. Súbitamente, era frecuente ver a ancianos cuya única preocupación hacía años era decidir dónde apoyar el pie internarse de pronto en la lucha, siguiendo a hijos que peleaban contra algo que no comprendían pero que era preciso combatir. Y también había otros que se acurrucaban, o lloraban, o se quedaban solos y congelados. Y otros muchos se morían de hambre o de enfermedades, y montones sangraban allá afuera, y había lugares en los que parecía que nunca iba a dejar de heder, pero había que combatir, a pesar de la oscuridad de los motivos de la contienda, para muchos había mil razones para pelear y ya ningún motivo para negarse a cambiar las cosas. Las sedes de gobierno fueron arrasadas por esa batalla que de pronto ya no tenía límites, que tras diseminar semillas en las todas las calles del país amenazaba con internacionalizarse, que vivía de sí misma y destruía los cimientos de todo lo conocido, arrasando con todo en una bronca perpetuamente renovada por la incomprensión en medio del inconformismo y el cansancio y el hastío y la desilusión. Los atrincherados, al quinto mes, salían de sus casas como ratas, hambrientos, y mordían a los primeros que se cruzaban, y eran generalmente aplastados en el primer minuto o sobrevivían, y más allá de las diferencias el rumor era en muchos la misma queja determinante, y a veces en esa pelea sin rumbo de todos contra todos de pronto se entreveía una dirección, pero fluctuante, a veces contradictoria, incierta, caótica, destructiva por el placer de la destrucción; esos intentos se diseminaban en trompadas de desconocidos contra desconocidos, cuando nadie entendía nada, pero luchaba. Y rugía también el hambre: fue entonces que llegó un momento en el que los perros callejeros desaparecieron por completo y los carritos perecieron bajo mil manos y si no había qué comer se comía hormigas, palomas, ratas. Para los extranjeros, el país se convirtió en una sede de saqueadores y un paraíso del crimen internacional y de quienes anhelaban el turismo extremo. El país era nuevamente famoso, y no por sus figuras futbolísticas de exportación. Afuera se indignaban y se reían. Hasta que surgió el primer foco en otro país, y la alarma secreta llegó a cada casa de los rincones más apartados del mundo cuando a la semana guerrearon en otros tres países, uno de ellos más allá del océano. Pero en el país de origen no se supo: las comunicaciones, cortadas hacía rato para la mayoría de los que de alguna forma habían escarbado una vida precaria en sus chozas tres veces tapiadas para evitar los asaltos, se cortaron para todos, y ya no se supo qué pasaba más allá de las fronteras de la batalla, pero también, en un momento ya no hubo más que contienda: al sexto mes, mientras Héctor refugiado en el exterior veía surgir otra vez la fiebre de la lucha, María comió una última cucharada de mermelada, ya sin pan, galleta y queso, y limpió con los dedos el fondo vacío, y lamió con la lengua el vidrio, y cuando no hubo más, elevó el frasco en las alturas y miró hacia afuera por la única rajadura entre las tablas superpuestas que tapiaban las ventanas y harta, estúpida, trágica, patética, flaca y vieja, sin balas ya en su escopeta, sin patio delantero, sin fuerzas, arrancó una a una las tapias y salió afuera a pelear por su mermelada, por bronca, porque no entendía nada y tenía ganas de mandar a todos al carajo, a los pibes de escuela y los maestros y las madres y los vecinos y los tacheros y los sindicalistas y los intendentes y los gobernadores y los dueños de los carritos desaparecidos y los conductores del helicóptero que ya no venía y los locutores callados de las radios y los conductores desaforados de la televisión y los presidentes y las multicorporaciones y los dirigentes y los productores de mermeladas y el mundo loco como una cabra. Nunca más se la vio, como no se vio a muchos, sobre todo cuando en el séptimo mes la pelea tuvo su fin. Era una mañana clara cuando se tomaron las humanas decisiones de salvar a la gente de sí misma, de una lucha improductiva, inconveniente, peligrosa, que amenazaba con destruir la totalidad de lo existente. Era un mediodía claro en el que el cuerpo agotado de Marcos tambaleó para esquivar como por primera vez el puño, y mareado de hambre y sed y sueño y el desgaste imposible de una larga pelea por orgullo, voluntad, inercia y alguna razón olvidada entre los golpes vio en el borrón de su cuerpo flexionándose a toda la gente peleando, a caras conocidas y extrañas, a caras desgastadas y ojos con el brillo de un ideal incomprensible, incomprensible para él; se vio peleando sin comprender, y sintió entonces la trompada de Juan, flaca pero efectiva, que lo tumbó en el piso donde retumbó su cabeza que miró hacia arriba, hacia las nubes movidas lentas por el viento. Y no se levantó, las nubes lentas sobre todos esos cuerpos flacos en movimiento, sobre el mediodía azul y el sol, y sintió entonces la patada flaca en el estómago, y miró con rabia a Juan, que no lo vio, que levantaba nuevamente la pierna, que lo vio. En la de Marcos reconoció su propia rabia, la incomprensión, la falta de sentido, y confusos y estáticos por primera vez en medio de la totalidad de la contienda, se miraron flacos, andrajosos, iguales en toda la soledad y todo el desamparo como antes, bajo el eterno cielo azul y la pelea amenazando con tragarlos. Pero nadie los golpeó, no hubo tiempo para más nada en el estruendo repentino de todas las descargas, las bombas y el fuego tapando las nubes cuando llegó la guerra por la pacificación, enorme, de humanitaria restauración, que no hizo concesiones en nombre la paz y puso fin con fuego en puntos estratégicos todos esos cuerpos en movimiento, esa insensatez, esa destrucción, esa alteración en las instituciones, esa amenaza del orden público, ese completo desastre, esa bronca, esa total falta de sentido, la incomprensión toda manifestada sin licencias, sin ataduras, sin dirección, sin palabras: se le puso fin en un operativo de tres semanas. Fue una reestructuración rápida y dolorosa, y en el décimo mes, todavía solos entre escombros, unos pocos sintieron un ahogo, incómodo contento, y que era casi todo como antes.
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