El hombre de las hondas profundidades posee la inteligencia sin la potencia, el deseo sin los medios. La revolución industrial le ha enseñado la técnica y le ha dado un mínimo de esparcimientos; pero el triunfo sincrónico del capital y de la burocracia lo ha dejado sin sobretodo. Está escondido tras su escritorio de empleado – Bartleby en Wall Street o Joseph K en su oficina-, se esfuerza con un servilismo lleno de acrimonia, fantasea con mundos supremos y vuelve a la rutina de su casa arrastrando los pies.*
Es un tipo aburrido. Cuarenta años, metro sesenta y siete de estatura, rutina conocida, abultamiento abdominal consolidado. Contador bien plantado. Amó una vez, no volvió a intentarlo. Dócil, excelente desempeño. No causa problemas. Como excentricidad se puede mencionar, quizás, esa empolvada colección de birómenes Bic sin tinta encontradas en la calle que guarda debajo de la cama; más allá de eso uno puede imaginar sin culpas ni dramas que cualquier día sus miembros lo van a abandonar de puro tedio en busca de riesgo y aventura: un ojo lo va a dejar para ver el mar en otro cuerpo, un pie blando va a salir por su cuenta a pisar la tierra desnudo, su lengua va a partir a por sabores exóticos, su piel se va a escapar en busca de otras pieles, y ahí se va a quedar él, amasijo de músculo y hueso, sentado frente a sus libros diarios pasando datos sin inmutarse.
Máximo López, otrora futuro conquistador. Una juventud de grandes anhelos minimizados sistemáticamente. El conformismo de aceptar, razonablemente, los propios límites, que no son más que los dictados por otros, impuestos por necesidades y conveniencias. El proceso de razonar por qué todo lo que se planeaba se fue al carajo. El proceso de olvidar lo que se planeaba, la justificación del cambio de planes, y el mismo proceso de olvido.
Máximo López, contador, siempre vestido de verde pino, pelo abundante, voz queda, sin barba. Tímido: no baila, calla, no conquista. Entrenado en vocabulario reducido: aunque quisiera, aunque de pronto lo sintiera, no sería capaz de expresar su desasosiego con palabras.
Pero ese tipo, que no lo puede nombrar, ¿sentirá desasosiego? ¿Habrá deseado, realmente, otra cosa? ¿Cómo hizo para devenir en ese cuerpo mustio, en ese sexo tibio, en ese discurso medroso, balbuceante? ¿Cómo no se detuvo de pronto y dijo:
Basta?
Mas es cruel, desconsiderado, resumir la vida de un hombre en tan pocas palabras, suponer que todo depende de una elección personal. Es fácil.
Máximo López. Un día te detenés y lo ves de vuelta, frente amplia, pelo en las orejas, separación interdental, labios finos; dócil, excelente desempeño y, de pronto, leve tendencia a sonreír de costado, en flagrante abstracción. E inventás su vida, e inventás que por las noches, acostado sobre sus cajas de birómenes Bic sin tinta y rodeado del trabajo que trajo de la empresa, ese hombre fantasea tímidamente con desorden. Que de a poco imagina, incluso, una hecatombe, un escozor imposible en el cuerpo, una oleada de espíritu beligerante, una pelea sin orden ni concierto, la violencia de la falta de medios, la destrucción de todos los cimientos, el inconformismo y el cansancio y el hastío, la bronca y la desilusión. Que ese hombre hace una rebelión en su cabeza, y se duerme contradictorio y deseoso.
Y eso, inventado, es la tragedia: el deseo, la apertura al cambio personal sin medios, la insatisfacción y la voluntad sin ímpetu. La sensación de sofocación, la aceptación final. Los breves lapsos de bronca; de pronto, un quiebre; la mayoría de las veces, ese silencio impotente, el olvido, la costumbre.
Y entonces es un tipo aburrido. Pero entonces es un tipo vencido. Amputado, miedoso e inmóvil. Evasivo, funcional.
*George Steiner, “El hombre subterráneo o la majestad del absurdo”. En Fedor Dostoievski, Memorias del subsuelo, Buenos Aires, Quadrata, 2004, p.10.
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