2 sept 2011

Un día optás por callar. Nunca tuviste mucha dificultad con el tema de evitar dialogar; sólo optás por atar tus dedos con cinta scotch y evitar los monólogos. Te refugiás en películas, música, adoptás discursos, empleás un formato de expresión reducido, no más de 140 caracteres. Todo es lo mismo, tus acciones son evidente repetición de un patrón. Los sentimientos, tan obstinadamente acuciantes, siguen pese a todo una evolución predecible. Cambiás. Mientras los demás reconocen tus méritos, tus logros, ciertas cosas triviales que conseguiste, quizás, con la acumulación de años, te ves convertirte, de pronto, en cosas por las que otrora sentías repulsión. Entendés esos comportamientos, esos actos; otros, no. Tus cejas se vuelven ralas, tu piel pierde elasticidad. Te siguen viendo joven. Te comportás como alguien joven. Necesitás convencerte de tu juventud. Te volviste autocomplaciente, autocrítico, te autocompadecés. Eso no se diferencia mucho de cómo eras antes, y de cómo es la gente que te rodea. Los ves. Los entendés. No. No comprendés la mitad de lo que hacen. Los sistematizás. Los perseguís. Los ignorás. Resulta mucho más fácil empezar una carrera de cero que sostener una relación. Te dedicás a empezar otra carrera de cero. Te estrangula el silencio, pero te deja respirar. Te releés y no entendés, pese a las críticas, por qué dejaste de escribir. Querías olvidar. No querés olvidar. No querés desaparecer. No importa qué tan mediocre seas. No te calles. No te calles nunca.

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