3 nov 2012

Sobre cómo salvar las distancias


Hubo una vez el día en que mis brazos comenzaron a crecer. Casi sin darme cuenta, un sábado en el que estaba corriendo por Costanera, mientras pasaba por la confluencia de caminos que desemboca en nuestro río lleno de escombros, sentí un tirón, y vi que el brazo derecho se extendía volando sin mi consentimiento hacia el río. Grité, ante el recuerdo de decenas de películas de terror, y me sostuve el brazo con la otra mano, inútilmente: la connivencia de las extremidades superiores de mi cuerpo resultó espantosa. Pasmada, los miré apuntar hacia el río, extendidos impertinentemente, y la gente me miró a mí, como a una loca. No pasó mucho hasta que gritamos todos, porque mis manos, que se agitaban sin medida, finalmente pegaron tan tirón, y yo opuse en mi lugar tanta resistencia, que algo hizo un ruido como de hueso liberado, y súbitamente vi extenderse mis brazos, como si de goma estuvieran hechos, con promesas de infinito. Y eso fue inexplicable, porque excepto el cosquilleo constante que me acompaña desde entonces, no me dolió. Pronto tuve un grupo de gente rodeándome y especulando el mecanismo del truco, y a un pequeño piloncito de ciclistas distraídos que no prestaron atención al posible choque en el medio del camino. Hubo quien, finalmente, aplaudió, y sin contar con eso me encontré de pronto ovacionada por algunas decenas plurilingües de turistas. No me quejo: sin tener sombrero, hice unas decenas de pesos, y me sirvió bien, porque en mis condiciones no pude tomar el colectivo.
No me pregunten cómo hice para volver a casa: el recuerdo de los horrores no vale la pena. Sólo puedo decir que pronto mis vecinos se acostumbraron al extraño espectáculo de ver dos brazos larguísimos salir de la ventana de mi departamento, y más allá de las eventuales visitas de Crónica y otros medios y personajes de alta ralea a mi domicilio, no sufrí demasiado. Me quedé sin manos, es cierto, y recluida en mi casa, pero, ¿qué iba a hacer? Hay cosas peores.
De modo que mi vida (y la de mis conocidos) se transformó radicalmente. Pedí licencia en el trabajo, y como de todos modos no me pagaban, a nadie molesté. Al principio mi familia se turnaba para alimentarme, entretenerme, y limpiarme. Humillada, aprendí a usar partes del cuerpo alternativas: la frente, las piernas, los pies. Poco a poco la rutina nos ganó (a mí y a mis brazos), y aprendimos a convivir sin molestarnos. Yo recuperé la movilidad hasta los codos, y a cambio, me propuse averiguar qué querían mis manos, tan bestialmente rebeladas. Con ayuda de personas externas interesadas en mi caso (puedo decir que cierto programa alcanzó un rating elevado gracias a mí), pude poner a distancia, con la aceptación de mis manos, en forma de brazalete una cámara, un rastreador satelital y un micrófono. Mis manos no hablan, pero los lugares por los que pasaron sí: sin mucho esfuerzo, por televisión, al cabo de un par de semanas pude saber por dónde iban mis brazos.
Ahora que pasó tanto tiempo, y las cosas ya volvieron a ser como antes, sé cuál era la meta; entonces, debo decir que los progresos de mis manos me intrigaban: llevaban un rumbo errático, sin aparente meta fija, lleno de idas y vueltas. Por unos días simplemente se contentaron con encarar el río desde la Costanera y dormir enrolladas entre las piedras (tengo que agradecer a la Reserva que decidió no molestarlas); luego retrocedieron y ascendieron hacia las alturas, y sintieron a Buenos Aires desde lo alto de alguna azotea. Un día algo cambió (y por suerte ya tenían el rastreador puesto), y se adentraron en el mar. Con un esfuerzo enorme, que me exigía a mí comer bestialmente, se mantuvieron al ras del agua, y emprendieron un viaje ascendente. Mis brazos crecían de a poco, cosquilleando, y yo los vi hacer. Se internaron en el océano Atlántico, con una ligera tendencia hacia el norte, pero a veces se perdían y retrocedían hacia cualquier lado. Con ayuda de mi hermana, yo tracé un mapa. Yo las vi como algo ajeno a mí constantemente, sin entender qué querían, sin entender qué deseo mío representaban en su desorbitado accionar. No podía evitar considerarlas algo aparte. Pero las acompañé, siquiera fuera mentalmente, y con el tiempo aprendí a percibir la trayectoria, y el objetivo.
No quiero extenderme en asuntos personales: al lector bástele saber que yo tenía un amigo en Francia al que extrañaba mucho, y mis brazos sólo actuaban en consecuencia.
Cuando comprendí esto, nuestra relación mejoró notablemente. Mis brazos crecieron con mayor rapidez, y en poco tiempo sobrevolamos terreno europeo (no quisimos pisar el suelo, temiendo que nos exigieran una o dos visas; el programa de televisión, que arrasaba salvajemente, se encargó de evitarnos mayores inconvenientes. Hasta el día de hoy, sé que mis brazos son adorados en cierto pueblo de España, y en Francia alguien nos dedicó un nuevo tipo de pan). Ahí comenzaron las complicaciones. Encontrar a mi amigo, entre tanta gente, era dificultoso; por otra parte, ¡mis manos tenían tal cantidad de distracciones! ¿Y qué puedo decirles yo, que nunca pisé ni olí ni miré un edificio de Gaudí, que no recorrí los jardines franceses, que no me sumergí en el Mediterráneo? El turismo táctil de mis manos nos retrasó bastante; mientras tanto, a distancia yo vi miles de rostros, y busqué en los rostros un gesto, un rasgo. Mis manos, a veces, me facilitaban la tarea, y pasaban sus dedos brevemente por los hombros, asustando a los desprevenidos. A la noche dormíamos sobre las catedrales, y nos refugiábamos entre palomas.
No quiero alargar la narración. La búsqueda fue ardua, y a veces, no se encuentra lo buscado. Yo buscaba a mi amigo como el muchacho que se fue, y a ese no lo encontré más. Un día vi una espalda, y emocionada, dirigí mis garras con el pensamiento, y golpeamos un hombro con el índice de la mano derecha, y acariciamos la espalda con la izquierda. La cara que se dio vuelta no era la cara: tenía un bigote retorcido, tenía el pelo largo, tenía el aroma de los lugares nuevos, y me causó extrañeza y no lo reconocí, pero sí, pero él no me reconoció a mí. Yo era dos brazos tendidos hacia la nostalgia, y la nostalgia no tiene lugar.
Luego, la historia que imaginan. Alguien del programa le avisó a mi amigo de la procedencia de esas manos, yo reconocí el gesto sorprendido y sobrador; el abrazo fue una cosa muy extraña y poco satisfactoria, que dejó a mis manos ansiosas, acariciando la felpa del abrigo, pero él se rió y yo me reí, y eso fue mejor, y me sigue gastando por eso hasta el día de hoy.
De ese tiempo, guardo en el tacto un recuerdo confuso y fugaz.
Luego, la despedida, de la que no quiero hablar, y la vuelta, que fue una cosa larga y poco interesante. Sentí mis brazos volver con el cosquilleo en la punta de los dedos intacto, anhelante. La normalidad no existía más, pero sí volvimos, cuando fuimos de vuelta mis brazos y yo, y yo con ellos y ellos conmigo, y no por separado, a nuestra vieja rutina.
El programa se terminó y ya nadie me recuerda más. Sí gané uno o dos Guinness, y eso fue algo.

Yo sé que ustedes se estarán preguntando por la ciencia. Me convertí en un caso resonante en el ámbito científico, y mi desafío a toda ley física, química, biológica o de cualquier índole todavía es discutido. Muchos me consideran una ilusionista, y creo que eso es mejor. Cada tanto recibo extrañas visitas de gente que quiere cercenarme alguna parte. Pero esa es otra historia.

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