Hubo una vez el día en que mis
brazos comenzaron a crecer. Casi sin darme cuenta, un sábado en el que estaba
corriendo por Costanera, mientras pasaba por la confluencia de caminos que
desemboca en nuestro río lleno de escombros, sentí un tirón, y vi que el brazo
derecho se extendía volando sin mi consentimiento hacia el río. Grité, ante el
recuerdo de decenas de películas de terror, y me sostuve el brazo con la otra
mano, inútilmente: la connivencia de las extremidades superiores de mi cuerpo
resultó espantosa. Pasmada, los miré apuntar hacia el río, extendidos
impertinentemente, y la gente me miró a mí, como a una loca. No pasó mucho hasta
que gritamos todos, porque mis manos, que se agitaban sin medida, finalmente
pegaron tan tirón, y yo opuse en mi lugar tanta resistencia, que algo hizo un
ruido como de hueso liberado, y súbitamente vi extenderse mis brazos, como si
de goma estuvieran hechos, con promesas de infinito. Y eso fue inexplicable,
porque excepto el cosquilleo constante que me acompaña desde entonces, no me
dolió. Pronto tuve un grupo de gente rodeándome y especulando el mecanismo del
truco, y a un pequeño piloncito de ciclistas distraídos que no prestaron
atención al posible choque en el medio del camino. Hubo quien, finalmente,
aplaudió, y sin contar con eso me encontré de pronto ovacionada por algunas
decenas plurilingües de turistas. No me quejo: sin tener sombrero, hice unas
decenas de pesos, y me sirvió bien, porque en mis condiciones no pude tomar el
colectivo.
No me pregunten cómo hice para
volver a casa: el recuerdo de los horrores no vale la pena. Sólo puedo decir
que pronto mis vecinos se acostumbraron al extraño espectáculo de ver dos
brazos larguísimos salir de la ventana de mi departamento, y más allá de las
eventuales visitas de Crónica y otros medios y personajes de alta ralea a mi
domicilio, no sufrí demasiado. Me quedé sin manos, es cierto, y recluida en mi
casa, pero, ¿qué iba a hacer? Hay cosas peores.
De modo que mi vida (y la de mis
conocidos) se transformó radicalmente. Pedí licencia en el trabajo, y como de
todos modos no me pagaban, a nadie molesté. Al principio mi familia se turnaba
para alimentarme, entretenerme, y limpiarme. Humillada, aprendí a usar partes
del cuerpo alternativas: la frente, las piernas, los pies. Poco a poco la
rutina nos ganó (a mí y a mis brazos), y aprendimos a convivir sin molestarnos.
Yo recuperé la movilidad hasta los codos, y a cambio, me propuse averiguar qué
querían mis manos, tan bestialmente rebeladas. Con ayuda de personas externas
interesadas en mi caso (puedo decir que cierto programa alcanzó un rating
elevado gracias a mí), pude poner a distancia, con la aceptación de mis manos,
en forma de brazalete una cámara, un rastreador satelital y un micrófono. Mis
manos no hablan, pero los lugares por los que pasaron sí: sin mucho esfuerzo,
por televisión, al cabo de un par de semanas pude saber por dónde iban mis brazos.
Ahora que pasó tanto tiempo, y
las cosas ya volvieron a ser como antes, sé cuál era la meta; entonces, debo
decir que los progresos de mis manos me intrigaban: llevaban un rumbo errático,
sin aparente meta fija, lleno de idas y vueltas. Por unos días simplemente se
contentaron con encarar el río desde la Costanera y dormir enrolladas entre las
piedras (tengo que agradecer a la Reserva que decidió no molestarlas); luego
retrocedieron y ascendieron hacia las alturas, y sintieron a Buenos Aires desde
lo alto de alguna azotea. Un día algo cambió (y por suerte ya tenían el
rastreador puesto), y se adentraron en el mar. Con un esfuerzo enorme, que me
exigía a mí comer bestialmente, se mantuvieron al ras del agua, y emprendieron
un viaje ascendente. Mis brazos crecían de a poco, cosquilleando, y yo los vi
hacer. Se internaron en el océano Atlántico, con una ligera tendencia hacia el
norte, pero a veces se perdían y retrocedían hacia cualquier lado. Con ayuda de
mi hermana, yo tracé un mapa. Yo las vi como algo ajeno a mí constantemente,
sin entender qué querían, sin entender qué deseo mío representaban en su
desorbitado accionar. No podía evitar considerarlas algo aparte. Pero las
acompañé, siquiera fuera mentalmente, y con el tiempo aprendí a percibir la
trayectoria, y el objetivo.
No quiero extenderme en asuntos
personales: al lector bástele saber que yo tenía un amigo en Francia al que
extrañaba mucho, y mis brazos sólo actuaban en consecuencia.
Cuando comprendí esto, nuestra
relación mejoró notablemente. Mis brazos crecieron con mayor rapidez, y en poco
tiempo sobrevolamos terreno europeo (no quisimos pisar el suelo, temiendo que
nos exigieran una o dos visas; el programa de televisión, que arrasaba
salvajemente, se encargó de evitarnos mayores inconvenientes. Hasta el día de
hoy, sé que mis brazos son adorados en cierto pueblo de España, y en Francia
alguien nos dedicó un nuevo tipo de pan). Ahí comenzaron las complicaciones.
Encontrar a mi amigo, entre tanta gente, era dificultoso; por otra parte, ¡mis
manos tenían tal cantidad de distracciones! ¿Y qué puedo decirles yo, que nunca
pisé ni olí ni miré un edificio de Gaudí, que no recorrí los jardines
franceses, que no me sumergí en el Mediterráneo? El turismo táctil de mis manos
nos retrasó bastante; mientras tanto, a distancia yo vi miles de rostros, y
busqué en los rostros un gesto, un rasgo. Mis manos, a veces, me facilitaban la
tarea, y pasaban sus dedos brevemente por los hombros, asustando a los
desprevenidos. A la noche dormíamos sobre las catedrales, y nos refugiábamos
entre palomas.
No quiero alargar la narración.
La búsqueda fue ardua, y a veces, no se encuentra lo buscado. Yo buscaba a mi
amigo como el muchacho que se fue, y a ese no lo encontré más. Un día vi una
espalda, y emocionada, dirigí mis garras con el pensamiento, y golpeamos un
hombro con el índice de la mano derecha, y acariciamos la espalda
con la izquierda. La cara que se dio vuelta no era la cara: tenía un bigote
retorcido, tenía el pelo largo, tenía el aroma de los lugares nuevos, y me
causó extrañeza y no lo reconocí, pero sí, pero él no me reconoció a mí. Yo era
dos brazos tendidos hacia la nostalgia, y la nostalgia no tiene lugar.
Luego, la historia que imaginan.
Alguien del programa le avisó a mi amigo de la procedencia de esas manos, yo
reconocí el gesto sorprendido y sobrador; el abrazo fue una cosa muy extraña y
poco satisfactoria, que dejó a mis manos ansiosas, acariciando la felpa del abrigo, pero él se rió y yo me reí, y eso fue mejor, y me sigue gastando por
eso hasta el día de hoy.
De ese tiempo, guardo en el tacto un recuerdo confuso y fugaz.
Luego, la despedida, de la que no quiero hablar, y la vuelta, que fue una cosa larga y poco interesante. Sentí mis brazos volver con el cosquilleo en la punta de los dedos intacto, anhelante. La normalidad no existía más, pero sí volvimos, cuando fuimos de vuelta mis brazos y yo, y yo con ellos y ellos conmigo, y no por separado, a nuestra vieja rutina.
De ese tiempo, guardo en el tacto un recuerdo confuso y fugaz.
Luego, la despedida, de la que no quiero hablar, y la vuelta, que fue una cosa larga y poco interesante. Sentí mis brazos volver con el cosquilleo en la punta de los dedos intacto, anhelante. La normalidad no existía más, pero sí volvimos, cuando fuimos de vuelta mis brazos y yo, y yo con ellos y ellos conmigo, y no por separado, a nuestra vieja rutina.
El programa se terminó y ya nadie
me recuerda más. Sí gané uno o dos Guinness, y eso fue algo.
Yo sé que ustedes se estarán
preguntando por la ciencia. Me convertí en un caso resonante en el ámbito
científico, y mi desafío a toda ley física, química, biológica o de cualquier
índole todavía es discutido. Muchos me consideran una ilusionista, y creo que eso es mejor. Cada
tanto recibo extrañas visitas de gente que quiere cercenarme alguna parte. Pero
esa es otra historia.
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