Oliverio llegó con la noticia de la masacre y el cierre de las puertas. No lo conocía y no tengo celular inteligente; estábamos bebiendo un vino, nos reímos un poco de su bicicleteada nocturna y su bizarro atravesar las zonas aisladas con cintas rojiblancas. Después nos quedamos hablando y terminando el vino y la noticia cayó poco a poco. Los que sabían cómo se fueron, nosotros esperábamos a Anahí, que nos iba a alcanzar a casa, y además los metros cercanos estaban cerrados. Estábamos en un galpón donde atenuaron las luces, de un restaurante que recauda fondos para las familias de las víctimas de la dictadura en Uruguay, a una cuadra del Boulevard Voltaire, no tan cerca –no tan lejos– de uno de los focos de los atentados. Había algo de memoria que se reactiva ahí en el restaurante, varios viejos que se fueron durante la dictadura e hijos de esos viejos, un estoicismo de época. Nadie reaccionó mal, hasta la chica que se puso a llorar bajito y a decirme que qué putos los árabes se quedó leyendo tranquilamente consternada su celular contra la pared. Los números crecían, primero veinte, después sesenta, después más de cien, después ciento cincuenta. Las luces se atenuaron un poco más y alguien dijo de repartirnos por el edificio para alejarnos de los ventanales del galpón y de una improbable balacera, pero poca gente hizo caso. Mientras tanto, la nena de Anahí repartió cosquillas a algunas personas.
Creo que estuvimos así unas tres horas, pero se me pasó volando. A eso de las 2 y media la gente empezó a considerar que la cosa se había calmado y comenzamos a irnos. El Boulevard Voltaire estaba cortado; la calle relumbraba de azul. Nunca vi tantos uniformados.
Después volvimos y llegó el sábado e igual salí a trabajar.
La mayoría de la gente que conozco me dijo que está bien. El diagnóstico de mis alumnos –franceses y no franceses– fue en general el mismo: una doble lectura sobre la política exterior de Francia, sobre su intervención en Siria y su pasado colonialista, y sobre su política interna de segregación y exclusión y el resultado de radicalización religiosa de los jóvenes de la banlieue. A una alumna la llamó su amiga libanesa: "¿Estás bien?", le preguntó, y ante la pregunta idéntica de mi alumna, le dijo "y sí, pero acá estamos acostumbrados, ¡ustedes no!". Pero mi alumna es refugiada iraní, se reía de la ironía de irse de una guerra civil para encontrarse con otra.
Después es fácil hacer augurios: recrudecimiento del control, regreso de los vigilantes a la universidad, discursos similares de derecha y de izquierda, el Front National y Sarkozy aprovechando la coyuntura, el gobierno francés prosiguiendo la guerra dentro y fuera del país y haciendo de cuenta que no pasa nada, que no tendría por qué pasar nada.
Más allá de eso, no he leído malas reacciones ante los eventos, gran parte de lo que leí fue un llamado a la solidaridad y a la fraternidad, no limitado a las fronteras nacionales, y visiones bastante críticas.
Más allá de eso, no he leído malas reacciones ante los eventos, gran parte de lo que leí fue un llamado a la solidaridad y a la fraternidad, no limitado a las fronteras nacionales, y visiones bastante críticas.
Después de ayer, hoy o mañana, la vida sigue y hay que seguirla igual. Es improbable que nos pase algo. Lo único que no se me va de la cabeza es la imagen de unos hinchas que nos hicieron especular sobre el partido de esa noche en el metro de Porte de Saint-Cloud.
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