20../4/26 C.I. Juárez carlitai@grail.com
La mejor promoción de esa época fue una que llegó por Internet. En el asunto decía “miren esto” y cuando empezabas a leerlo no te dabas cuenta de que era spam, recién a mitad del mail, pero entonces ya te habías enganchado y seguías leyendo. Porque no era una de esas promociones para que te alargaras el pene o consumieras viagra o viajaras a Hawaii, sino algo que ya a todos nos parecía necesario: una pomada para combatir los callos.
Los callos en el pie fueron comunes desde el principio de los tiempos. Los callos en los dedos, supongo, desde que empezamos a usar plumas o lapiceras: mi abuela me contó que esa dureza enorme de su dedo índice era de las épocas en las que iba a la escuela y copiaba tres veces los números del 1 al 100, o del 430 al 600, de uno en uno, dos en dos o diez en diez. Yo también tenía callos en los dedos, pero por la costumbre malsana de vivir mordiéndomelos. Pero eso no había molestado a nadie, o a relativamente pocos; lo que nos preocupaba en ese momento no eran los pies o los dedos o los ojos, sino nuestras muñecas.
El uso generalizado de computadoras había solucionado los problemas de media población después de que el mundo se fuera a fondo, braceara debilucho y volviera a salir a flote. Media humanidad había pasado al freelance, donde había oferta para cada uno. El resto había muerto de hambre en la época de debacle económica. Para el tiempo del que estoy hablando, todos vivíamos gracias a Internet: la genial idea de cierta compañía millonaria había ofrecido computadoras baratas a media población de la mitad superviviente, justo la media población que no se podía comprar una de las caras; los servicios como speedy y otros habían mejorado la atención, por puro altruismo, y la electricidad había pasado a ser cosa del pasado, reemplazada por baterías de una duración de 1000 años, que nadie nunca llegó a comprobar, y que se vendían al módico precio de medio botellón de agua dulce. Así que todos estábamos conectados, todos charlando con gente de Venezuela, Ucrania, Timbuctú, de países desaparecidos y tierras de nadie. Cada habitante de las tantas casas que seguían en pie perdía el sueño frente a su máquina, y no lo recuperaba nunca, porque el tiempo perdido en la virtualidad, el amor, el trabajo, el llanto o la alegría no se descansa. Cargábamos el fardo de horas insomnes sobre los hombros y nos jorobábamos sobre nuestras sillas, vivíamos sobre ellas, pero teníamos computadora, y plata virtual que canjeábamos por botellones de agua, y por fin había acabado la discriminación, porque en esa vida hogareña salíamos poco y nos veíamos menos, de modo que tampoco nos arreglábamos demasiado. Para los paralíticos la cosa había sido como una bendición divina; a muchos no paralíticos se les fueron secando las piernas y quedaron postrados por mera costumbre. Todos éramos iguales, por fin. Pero eso no importaba; éramos felices, y vivíamos bien. Teníamos todo lo que les había faltado a nuestros antepasados: agua y comida asegurados, techo, abrigo, ventilador y comunicación. Libertad de acceso a conocimientos y locaciones con las que antes no se había soñado nunca. Y tiempo, sobre todo: el freelance nos dejaba tiempo libre de sobra, porque con la desaparición del trabajo físico, lo único que se necesitaba era realizar sencillas operaciones mentales que demandaban menos de una hora diaria, como mucho, tediosa hora que pasaba rápido. Era el paraíso, realmente, y quizás, por eso mismo, un poco monótono, pero a nadie se le hubiera ocurrido quejarse. Yo no me quejo, y eso que tuve oportunidades de pensar algo mejor. Esos tiempos fueron los mejores de todos, sí. Pero teníamos callos, y ese era un gran problema.
No recuerdo bien quién fue el primero entre mis conocidos que señaló el dolor de muñecas que lo perseguía por las noches, frente a la pantalla, mientras armábamos nuestras charlas mundiales. Creo, si no me equivoco –pero con esta memoria débil de información fácil, quién sabe...-, creo, digo, que fue Javier, uno de los pocos amigos cuarentones que conocía del torso para abajo, porque vivía en el cuchitril de enfrente. Esa ocasión nos reímos todos, porque era uno de esos escasísimos problemas mundiales que, aunque nimios, por alguna razón no tienen cura, y cambiamos de tema: hablamos de operaciones de ojos, de los nuevos modelos de sillas... incluso creo que alguien mencionó un libro que había leído, pero no tuvo mucho coro porque, convengamos, hay tantísimo para leer, y tanta oferta más interesante en Internet, que los libros ya los usan pocos. La cosa es que el tema pasó, pero quedó rondando en nuestras cabezas: a mí me dolían los callos hace rato, y habiéndome dado cuenta de la molestia, el problema era más serio, era compartido, tenía peso, en definitiva. Igual, muchas cosas tenían peso. Ponele, aunque el asunto estaba solucionado, el tema del agua tenía peso. Ese año fue particularmente jodido con el tema del agua: para bañarme una vez cada tres días, como era normal, tuve que regular el consumo en cantidades milimétricas (sobreviví, igual, porque en ese mundo todo era mucho más fácil que antes y que ahora), y eso demandaba mucha más atención que mis callos. Así que lo que dijo Javier me impactó, pero lo olvidé rápidamente. Hasta, claro, que me llegó ese mail. Y podría decir, aunque suene demasiado a película de cine o a libros que no leí, este... podría decir, dije, que me cambió la vida.
Continúa en 2/4 Declaración de la acusada n° 1407
La mejor promoción de esa época fue una que llegó por Internet. En el asunto decía “miren esto” y cuando empezabas a leerlo no te dabas cuenta de que era spam, recién a mitad del mail, pero entonces ya te habías enganchado y seguías leyendo. Porque no era una de esas promociones para que te alargaras el pene o consumieras viagra o viajaras a Hawaii, sino algo que ya a todos nos parecía necesario: una pomada para combatir los callos.
Los callos en el pie fueron comunes desde el principio de los tiempos. Los callos en los dedos, supongo, desde que empezamos a usar plumas o lapiceras: mi abuela me contó que esa dureza enorme de su dedo índice era de las épocas en las que iba a la escuela y copiaba tres veces los números del 1 al 100, o del 430 al 600, de uno en uno, dos en dos o diez en diez. Yo también tenía callos en los dedos, pero por la costumbre malsana de vivir mordiéndomelos. Pero eso no había molestado a nadie, o a relativamente pocos; lo que nos preocupaba en ese momento no eran los pies o los dedos o los ojos, sino nuestras muñecas.
El uso generalizado de computadoras había solucionado los problemas de media población después de que el mundo se fuera a fondo, braceara debilucho y volviera a salir a flote. Media humanidad había pasado al freelance, donde había oferta para cada uno. El resto había muerto de hambre en la época de debacle económica. Para el tiempo del que estoy hablando, todos vivíamos gracias a Internet: la genial idea de cierta compañía millonaria había ofrecido computadoras baratas a media población de la mitad superviviente, justo la media población que no se podía comprar una de las caras; los servicios como speedy y otros habían mejorado la atención, por puro altruismo, y la electricidad había pasado a ser cosa del pasado, reemplazada por baterías de una duración de 1000 años, que nadie nunca llegó a comprobar, y que se vendían al módico precio de medio botellón de agua dulce. Así que todos estábamos conectados, todos charlando con gente de Venezuela, Ucrania, Timbuctú, de países desaparecidos y tierras de nadie. Cada habitante de las tantas casas que seguían en pie perdía el sueño frente a su máquina, y no lo recuperaba nunca, porque el tiempo perdido en la virtualidad, el amor, el trabajo, el llanto o la alegría no se descansa. Cargábamos el fardo de horas insomnes sobre los hombros y nos jorobábamos sobre nuestras sillas, vivíamos sobre ellas, pero teníamos computadora, y plata virtual que canjeábamos por botellones de agua, y por fin había acabado la discriminación, porque en esa vida hogareña salíamos poco y nos veíamos menos, de modo que tampoco nos arreglábamos demasiado. Para los paralíticos la cosa había sido como una bendición divina; a muchos no paralíticos se les fueron secando las piernas y quedaron postrados por mera costumbre. Todos éramos iguales, por fin. Pero eso no importaba; éramos felices, y vivíamos bien. Teníamos todo lo que les había faltado a nuestros antepasados: agua y comida asegurados, techo, abrigo, ventilador y comunicación. Libertad de acceso a conocimientos y locaciones con las que antes no se había soñado nunca. Y tiempo, sobre todo: el freelance nos dejaba tiempo libre de sobra, porque con la desaparición del trabajo físico, lo único que se necesitaba era realizar sencillas operaciones mentales que demandaban menos de una hora diaria, como mucho, tediosa hora que pasaba rápido. Era el paraíso, realmente, y quizás, por eso mismo, un poco monótono, pero a nadie se le hubiera ocurrido quejarse. Yo no me quejo, y eso que tuve oportunidades de pensar algo mejor. Esos tiempos fueron los mejores de todos, sí. Pero teníamos callos, y ese era un gran problema.
No recuerdo bien quién fue el primero entre mis conocidos que señaló el dolor de muñecas que lo perseguía por las noches, frente a la pantalla, mientras armábamos nuestras charlas mundiales. Creo, si no me equivoco –pero con esta memoria débil de información fácil, quién sabe...-, creo, digo, que fue Javier, uno de los pocos amigos cuarentones que conocía del torso para abajo, porque vivía en el cuchitril de enfrente. Esa ocasión nos reímos todos, porque era uno de esos escasísimos problemas mundiales que, aunque nimios, por alguna razón no tienen cura, y cambiamos de tema: hablamos de operaciones de ojos, de los nuevos modelos de sillas... incluso creo que alguien mencionó un libro que había leído, pero no tuvo mucho coro porque, convengamos, hay tantísimo para leer, y tanta oferta más interesante en Internet, que los libros ya los usan pocos. La cosa es que el tema pasó, pero quedó rondando en nuestras cabezas: a mí me dolían los callos hace rato, y habiéndome dado cuenta de la molestia, el problema era más serio, era compartido, tenía peso, en definitiva. Igual, muchas cosas tenían peso. Ponele, aunque el asunto estaba solucionado, el tema del agua tenía peso. Ese año fue particularmente jodido con el tema del agua: para bañarme una vez cada tres días, como era normal, tuve que regular el consumo en cantidades milimétricas (sobreviví, igual, porque en ese mundo todo era mucho más fácil que antes y que ahora), y eso demandaba mucha más atención que mis callos. Así que lo que dijo Javier me impactó, pero lo olvidé rápidamente. Hasta, claro, que me llegó ese mail. Y podría decir, aunque suene demasiado a película de cine o a libros que no leí, este... podría decir, dije, que me cambió la vida.
Continúa en 2/4 Declaración de la acusada n° 1407
2 comentarios:
Obama quizás nos redima :)))
¿Pero de qué te quejás compañera?
Los osos polares se quedan sin frio, los pingüinos se quedan sin frio, y nos puede servir de infame consuelo que en el Sáhel la gente esté realmente mal.
Sin embargo, mantengo ese espiritu arlteano y me digo y te digo que vamos a ganar por prepotencia ya no solo de trabajo sino de cerebro.
Acepta, Gise, mi beso por ahora.
P.S.: al final de cuentas creo que me voy a morir como el honorable Damnoen Saen-um, si encontrás en Google o por cualquier otro medio quién soto era me vas a entender.
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