19 ene 2011

Quesista soy, y al queso adoro, y en el queso creo, y al queso amo (Parte I)

I
Amé a Provoleta. Tenía, viste, ese gustito cálido de lo conocido. Es que crecimos juntos, en los domingos al lado de la parrilla, yo con mis rodillas nudosas, ella con sus baratijas, entre atardeceres naranja de nubes rosadas... Ella era coqueta, coquetísima. Y graciosa: petisa, con ese pelo de destellos rojizos y nariz respingada. Pero también era de ese tipo que parece no tener misterio, esas mujeres que quieren ser actriz y ganaron un concurso de belleza barrial y nunca salieron del pueblo, esas con las que te casás y tenés un perro al que llamás Bobby, y… y miento, porque a veces se arreglaba de una manera diferente, y entornaba los ojos durante un segundo de más, al borde de la naturalidad, y en la noche de verano que caía con luciérnagas alrededor del fuego era preciosa. Pero yo era joven, tenía el mundo por delante. Y ella, para mí, era una simple chica de barrio.
Me fui a la ciudad, y entonces conocí a Mozzarella. Mozzarella, ella fue mi primer gran amor. Hija de un inmigrante italiano, hablaba en jerga la mitad del tiempo. Era rubia, elástica, ¡con un talle…! Y también cabeza dura, persistente, pegajosa e independiente, muy poco fiel, contradictoria…pero irresistible. Ah, si todavía recuerdo la primera vez que la llevé a cenar; ella tenía un vestido floreado, con vuelo y el pelo suelto, ¡y qué de mojigatería! Ni un beso me quiso dar, ni uno. Era un barrio chico, de italianos, me decía que el padre, que los primos…, y yo la respeté. Estábamos en uno de los restaurantes de su familia, comiendo pastas, y no había momento en que alguien no saludara a “la Mozzarella”, con una inclinación de sombrero o un beso en la mejilla, comentando lo bella que se veía en su vestido y saludándome con una inclinación de cabeza en medio del ruido. Y cuando no eran vecinos o familiares lejanos, era su tío que venía de la cocina y golpeando mi espalda con su mano grande, peluda, reía y gritaba “oh, è un bel ragazzo” bajo las lámparas que colgaban del techo, y ella reía entre las mosquitas, y bajo la luz su cabello brillaba, y mientras alguno uno de sus primos me miraba, yo reía también. Pero para qué alargar la historia, si al fin y al cabo… es que mientras volvíamos esa noche por las calles fue tan bello; entre los adoquines era noche de murga y los chicos nos acosaban con bombas de agua que parecían no tocarla, y ella reía…
La visité el resto de la semana luego de esa noche, y después el resto del mes. Su familia me quería, su nonna me adoraba, sus pretendientes se alejaron y su padre me invitó al negocio familliar. Ella saltaba a mi cuello cada vez que me veía; yo trabajaba, gasté los ahorros en una diadema de strasses, en una pulsera de strasses, en un anillo de oro, y entonces la descubrí una noche regalada en los brazos de Aligot. Un nariz alzada pegajoso y chirlo. Común en su Europa natal, ahora, en tierra extranjera, ganaba por su gesto de desprecio y el acento francés, a pesar de la nariz grasosa y partida, a pesar de la calva incipiente y los dientes rotos. Quise creer que me equivocaba, que ella se equivocaba, que él se había propasado pero no podía negarlo de ningún modo, y cómo sufrí. No podía entender por qué, por qué Aligot. Ah… sonará cursi, pero Mozzarella me partió el corazón cuando brillaba como su cabello y me disponía a sacarlo del bolsillo en un cofre de raso. Esa mina me dejó en cama durante semanas. Perdí el trabajo, la pensión, dormí en la calle. No hace falta aclarar que ya no podía soportar el barrio; las noches me descubrieron vagando por parajes desconocidos, durmiendo a la sombra de edificios, mirando las ratas. Los tiempos habían cambiado y de pronto como yo había muchos. Cuando me dispuse a retornar al mundo, de pronto para alguien en mis circunstancias ya no había trabajo. Yo era joven, estaba enfermo, y abundaba la mano de obra barata. Podría haber muerto y a nadie le habría importado nada. Mi casa quedaba muy lejos. Pero me crucé con Paraguay.
Lo había conocido de pequeño, cuando él también, joven entonces, se disponía a abandonar el barrio. Lo querían todos. Su corazón era una masa blanda, y aunque se esforzara por ser ácido, no era difícil notar a kilómetros de distancia que se trataba de un buen tipo. Cuando se fue era flaco y enfermizo, cuando me encontró seguía igual. Pero más demacrado. Me reconoció pidiendo en una esquina y se puso a llorar. Yo tenía costras en los brazos, estaba más flaco de lo que puedas imaginarte, no comía un buen plato hacía meses. Ya ni podía entender cómo había llegado a ese lugar luego del rechazo de Mozzarella. No parecía tener sentido. Yo no tenía sentido, tampoco; cuando Paraguay me encontró deliraba y deliré por días hasta que finalmente me desperté en la única cama de su cuarto, cerca del sofá donde él había dormido todos esos días, a un paso del horno donde me calentaba una sopa para que comiera. Paraguay estaba enfermo, pero me cuidó durante todo el tiempo que duró mi convalecencia. Cuando me mejoré, él empeoró, y me tocó el turno de ocuparme. Estábamos los dos desempleados y fuera del departamento que era nuestro hogar, las cosas no mejoraban. Él había perdido su trabajo cuando su salud no le permitió seguir acarreando peso; yo… inútil repetirlo. Sobrevivíamos gracias a sus ahorros, y luego por lo que yo conseguía durante escapadas nocturnas. Mi breve tiempo en la calle me había enseñado algunas cosas que no servían de mucho pero nos mantuvieron durante unas semanas. Luego Paraguay no volvió a despertar, y quedé nuevamente en la calle.

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