Cuando visito a Juan es una tarde de mayo tibia, despejada, con un olor a basura mentolada. Frente a su casa en los suburbios corren una nena y un chico, él en patineta, ella arrastrando un brazo de palmera larga y polvorienta por la calle, como escoba de las hojas muertas. Es una calle sin baches, recién asfaltada, que une un tendal de casas todas iguales en un barrio similar, con una plaza y una salita de emergencias y una comisaría. Toco el timbre y espero. Los chicos llegaron al final de la cuadra y ahora vuelven; apenas pasan autos en el barrio. Hay una alfombra algo sucia dándome la bienvenida frente a la puerta. En un lugar así, pienso, empezó la guerra. Entonces Juan abre la puerta de su casa y me invita a pasar. Es más alto que yo, no nos parecemos en nada. Habla alto, desenvuelto mientras me conduce con naturalidad por el interior de su casa dándome la espalda. El trayecto es corto, pero se vuelve a verme a cada rato.
- Lo
enterramos hace cinco años- me dice-. Está en el cementerio del barrio. Él
quería ser cremado, pero no estábamos de acuerdo. De cualquier manera no
importa. Fue difícil. ¿Marcos, te llamás?
Asiento
con la cabeza. Su esposa es rubia y alta y está preparando algo en la cocina.
Es domingo después del mediodía. Sale lentamente y me saluda con una sonrisa de
rostro anguloso, “Analía, como estás”. Es flaca, está de tacos. Soy visita. Su
hija, la de la hoja de palmera, entra corriendo a la casa despeinada y corre a
esconderse detrás de su madre. Es igual a ella, y ojerosa. No me conoce y me
tiene miedo. “Es un amigo de tu abuelo”, le dicen, y me saluda. Nos miramos
unos segundos mientras me invitan a sentarme y sirven snacks y bebidas en la
mesa. Juan desaparece por un rato. No tenemos nada que decirnos con Analía;
hablamos poco: de nuestros países, de economía. No espero que me sirvan y lleno
tres vasos de cerveza fría y uno de coca cola. La nena lo toma rápido y se va
corriendo. Analía se sienta en una de las sillas frente a la mía en la mesa y
bebe.
- Fue
un infarto –dice Juan cuando vuelve con una caja mediana donde alguna vez hubo
un televisor, y Analía agradece el comentario-. No pudimos hacer nada, cuando
llegamos al hospital… yo no sé mucho de esos temas…
Deja la
caja en el suelo y se sienta frente a mí mirándome, como esperando un
comentario. Yo tampoco sabría qué hacer en esa situación. Hago un gesto de
comprensión con la cara y me oculto tras mi cerveza y el maní. Él hace lo mismo
y después sigue contándome del entierro, de los amigos que asistieron, de lo
que pasó con los bienes… Analía le aprieta el brazo. Juan habla de antes, de
cuando era chico. Habla de lo que se le ocurre.
- Él
trabajó en una fábrica toda la vida. No éramos pobres, pero tampoco ricos. No
sé qué decirte, en realidad. No estaba mucho. Estaba los fines de semana, y
también de noche. Salimos a remontar barriletes alguna vez. No salíamos mucho,
trabajaba en la casa cuando podía. Y no hablaba mucho, tampoco, nunca contó
nada. Tenía tonada, la tuvo hasta el final, pero para mí eso era normal, la
había escuchado desde chico. Supe que había vivido en otro país cuando era
joven recién después de que se murió, porque encontré algunas fotos viejas. No
tenía muchas. Las había guardado en una caja y no las miraba. Están ahí –señala
la caja-. No sé si mi madre sabía demasiado de esto. Supongo que sí, no sobre
vos, pero algo… Pero él estaba tan acá… Parecía como si hubiera estado acá
desde siempre. Y yo sé que para vos debe ser raro o doloroso escucharlo, pero
fue un buen hombre. Nos quería, cuando mi mamá tuvo cáncer él estuvo a su lado
hasta el final. Le fue fiel. Él… no era el tipo de persona de la que suponés otra
vida, en realidad.
Los
vasos están vacíos y nadie los vuelve a llenar. Juan ya no habla, y es mi
turno, pero él conoce mi historia desde el principio, cuando me enteré que
Alberto Escalante –así se llamaba- había estado vivo, había muerto, que tenía un
hijo, al que llamé, y nadie entendió nada, ni siquiera yo, pero tenía que ver
lo que quedaba de ese hombre que no había estado, que había muerto combatiendo
en la guerra y había sido olvidado y de pronto acababa de morir después de treinta años en una casa
de los suburbios después de partir para anclar su vida en un solo lugar.
- Sus papeles los guardé en esa caja
–insiste Juan, y entiendo que es hora de irme-. No eran muchos, casi todos
documentos, fotos nuestras. Las pocas fotos que tenía de antes. Ninguna de vos. Él no hablaba mucho…
Lo que resta de mi padre no pesa nada y huele a viejo al lado mío en el taxi que me aleja de su casa y me lleva a las cuadras principales de la ciudad, las de los edificios altos. Mi hotel es una construcción vieja y barata con paredes verdosas de humedad. En la planta baja funciona un restaurante iluminado por luces blancas. El primer día estoy cansado y después de dejar la caja me tiró ahí, en frente de una mesa y pido cualquier cosa para comer, lo que sea que sea el plato del día. Un restaurante así, hace veinticinco años, fue arrasado por la guerra. Mi padre estuvo en la guerra. Mi padre sintió el deber patriótico de volver. Eso es lo que dijo mi madre. Cuando vuelvo a la habitación de hotel, duermo toda la noche y un poco más, de un solo tirón.
La caja
cerrada sobre la mesa de patas frágiles es lo primero que veo cuando me
despierto. Pasan un par de días. La ciudad, durante la semana, está abarrotada
de gente. Tiene algunos edificios viejos, algo de basura, algún encanto
arquitectónico fugaz. Cines, una oferta cultural moderada, algo de propaganda
emborronada por las lluvias. Los fines de semana no queda nadie. Pasa medio
mes, un mes. La plata se desliza en hospedaje y comida y no me molesto mucho.
Juan llama preguntando por la caja; es comprensivo. No conozco a nadie,
exceptuándolo, y eso es lo mejor. En la boca de subte remodelada que bajo, hace
veinticinco años, corrió un hilo de sangre durante la guerra.
Conozco
esta ciudad de memoria.
Mi
padre murió a la vuelta de este banco de plaza, valientemente, en una
emboscada. Cuando cayó volaron palomas. El tiempo se ralentizó y yo, a miles de
kilómetros, después de medio año, cerré los ojos en medio de una clase de
matemáticas y lo supe. Yo tenía siete años cuando se fue a pelear por su país. Llamó
desde un teléfono al costado de una ruta y charló largamente con mamá, y estaba
seguro de su decisión y nunca colgó ese teléfono, y ese teléfono sigue
oscilando en el aire al costado de esa ruta. Tuvimos que ir a buscar el auto a
la aduana. Mamá estaba cansada, y miraba al frente fijamente. Era parca y fue
parca hasta el final. Lo hizo por mí. Él prometió que iba a llamar, que iba a
llamarme, más tarde, y eso fue lo que ella me dijo por meses, y eso fue todo.
Nunca más volví a oír nada de él. Ella me dijo que había ido a la guerra. Que
no se había podido comunicar. Que había muerto. Yo lo sabía desde antes.
Guardé
sus pinturas de botes durante años. Imaginé su guerra, su muerte, su olvido. No
teníamos televisor y las noticias que me llegaban de la guerra eran confusas.
Se hablaba de un súbito motín popular. Mi padre siempre moría como héroe, en
una ofensiva valiente contra las fuerzas represivas. Esa guerra no tenía causas
y no sabía quién peleaba para qué. Mi padre sí sabía. Era una revolución
desorganizada y loca que acabó en una matanza sangrienta de inocentes. Mi padre
moría en la emboscada, en esta plaza.
Crecí.
Supe que no estaba muerto por un amigo en la facultad, Ernesto, y entonces
también supe que él sabía que yo seguía ahí, esperando su llamada. Pero no
llamó. Lo olvidé: ese hombre no era nada en mi vida. Yo no lo conocía. Yo sólo
había tenido a mi madre, y había sido suficiente. Yo había crecido normal.
Y
entonces se murió en su país en su cama de años, con su familia.
No
visito la tumba de Alberto. Mi padre no tiene tumba, su cuerpo yace en una fosa
común diseminada bajo toda esta ciudad de baldosas, con las víctimas de la
matanza.
Pienso
en mi madre de vuelta en el auto, conduciendo a casa el mismo camino que hizo
él para irse. Hay cosas que no tienen explicación, me dijo. Mejor olvidar, me
dijo desde el retrovisor; decir que no importa.
La caja
se humedece en el hotel. Me cambio a un hotel más barato, busco un trabajo. No
vuelvo a hablar con Juan.
Pasan
años. Me establezco. Me enamoro, la dejo. Me enamoro de otra. Me caso. Guardo a
Alberto cerrado en la caja en un desván.
Mi
padre murió acurrucado bajo el banco de una plaza, mojado en miedo, despedazado
entre otros cuerpos. Yo no quería hijos cuando era joven. Es una tarde tibia. Mi hijo se esconde
bajo el banco, me espía riendo y se oculta con sus manos, y cree que desaparece
si no me ve, como mi padre.
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