¡Hola, ocasional visitante de este blog olvidado hasta de las mosquitas, como la bombita tan mentirosa y fría del cuadro de Renzi que nos recibe en estos pagos! Y hay que decir que, ciertamente, es también olvidado de su autora, que no puede seguir el ritmo de sus propuestas y las abandona al pasar dejándolas en pobre orfandad, abiertas pues a las sugerencias de otros. En todo caso, puesto que transimos estos pasillos húmedos iluminados intermitentemente otra vez, abandonemos los resquicios inútiles de la modestia y las disculpas con su olor a ceniza fría y sus mirada aviesa, y vayamos al punto.
Se publicó ayer o anteayer una nota que envié a un diario sobre dos comunicaciones en un coloquio que quise reseñar. La tuve que cercenar un poco para que entrara en los 10 mil caracteres y además la recortaron un poco más en el diario para centrarse solamente en el tema principal (las dos comunicaciones), así que aprovecho para dejar acá la nota que pensé en primer lugar con todas sus digresiones.
Sobre el discurso de la reparación a las víctimas y los “emprendedores de la memoria”
Hace
unas semanas tuvo lugar la primera sesión del coloquio “Les habits neufs de la vie” (Los vestidos nuevos de la vida),
organizado por profesores y doctorandos de varias facultades de este y aquel
lado del Atlántico: entre ellas, múltiples universidades de París, Barcelona,
Uruguay, Buenos Aires, Chile y Haití.
El
evento acontece en colaboración con el seminario mensual “Dialogues
Philosophiques” de la Maison de l’Amérique Latine y se enmarca en la Semana de
América Latina y el Caribe, una iniciativa francesa que existe desde 2011, y
que lanzada en ocasión del día francés de América Latina y el Caribe (el 31 de
mayo) con el objetivo de celebrar y reforzar los vínculos entre los países de la
región y Francia, se conmemora desde 2014 en formato semanal. Más allá de los
dictámenes legislativos de la institucionalidad francesa y sus razones, la
fecha es motivo de encuentro entre franceses y latinoamericanos, y en años
anteriores ha propiciado intercambios y viajes transatlánticos.
En
lo que concierne al coloquio, se desarrolla anualmente ya desde 2015, y en 2019
tuvo un pasaje trashumante por Montevideo, Buenos Aires, y varias ciudades
chilenas, antes de recabar en París para su cierre.
La
presentación correspondiente a 2021 de “Les habits neufs de la vie” en su primera
sesión virtual, el 31 de mayo y el 1ero de junio, fue ocasión de un intercambio
centrado en torno al debate sobre “los artefactos, las efigies, las
nominaciones, las mitologías y, en cierta forma, todo aquello de lo que los
vivos se revisten”. Amén de las habituales cuestiones técnicas (micrófonos
silenciados, cámaras que no funcionan, problemas de internet, dificultades para
encontrar el link correcto o para usar el programa), propias de nuestra
época de fantasmagórica presencia mediada por programas, el coloquio contó con
presentaciones de intelectuales latinoamericanos y europeos.
Esta
nota, sin embargo, no busca describir el coloquio, sino reflexionar sobre dos
intervenciones.
Dos
ponencias en la última mesa, intitulada “Vies et réparations de l’être parlant”
(Vidas y reparaciones del ser hablante) llamaron mi atención, por la cercanía
del objeto de estudio y el carácter contemporáneo de la problemática: una
de Miriam Hernández Reyna, intitulada “Les enjeux de la mémoire postcoloniale
dans le Mexique contemporain : identités indigènes, nation pluriculturelle et
usages politiques du passé” (Las apuestas de la memoria postcolonial en el
México contemporáneo: identidades indígenas, nación pluricultural y usos
políticos del pasado); otra de Luz María Lozano Suárez llamada “Le voile
humanitaire sur la subjectivation politique des victimes en Colombie” (El velo
humanitario sobre la subjetivación política de las víctimas en Colombia). Ambas
trataban, de una manera u otra, de la memoria de las víctimas de agresiones (en
el primer caso, de lo que en México se denomina “etnocidio”; en el segundo
caso, de manera general, de las violencias que atraviesan el cotidiano
colombiano, aunque no exclusivamente), de las políticas estatales que se
proponen dar una respuesta, y de formas de conceptualizar lo que se juega en el
énfasis víctimo-memorial.
Hernández
Reyna buscaba dar cuenta de la memoria del pasado colonial y de sus víctimas
como una política construida en México, y de las formas en que se había
abordado el fenómeno por parte del Estado para darle una respuesta. Con una
perspectiva mayormente descriptiva, su intervención trazó una lectura histórica
del surgimiento en el México del siglo XXI de una nueva política de Estado: la
“política de la interculturalidad”, definida por su intención de reconstituir
los vínculos entre la población indígena (concebida, en esta propuesta, como
“base histórica de México”) y la población mestiza que se denomina a sí misma
“blanca” y que se considera y es considerada como no indígena. Hernández Reyna
identifica como características de esta comprensión del pasado y del presente
mexicano ciertos tópicos que la estructuran: la idea de que hay un pasado
colonial traumático de etnocidio, la de que son víctimas de este pasado las
poblaciones indígenas, y otra que concluye que la única forma
de construir una nación pluricultural armoniosa (como se propone la
Constitución mexicana de 2001) consiste en la reparación:
reparación del pasado, reparación y reconstitución de la identidad destruida por
el pasado colonial, reparación a las víctimas. La administración que emprendió
esta tarea en México, a diferencia de las anteriores, es la que según Hernández
Reyna es la primera de izquierda en el país: la de López Obrador, cuyo gobierno
impulsó la creación de comisiones de memoria, como fuera la costumbre en
algunos países del Cono Sur.
En
su lectura histórica, la ponente buscaba comprender cómo se construye esta
política de la interculturalidad, y para ello se apoyaba sobre los marcos
conceptuales de la sociología y, especialmente, la historia de la memoria. Uno
de sus referentes es su director de investigación, el historiador Henry Rousso
(conocido por su obra de 1987 Le Syndrome de Vichy : 1944-198…),
quien ha analizado la “mémoire victimaire” (“memoria de víctimas”,
aunque curiosamente, el término victimaire puede también
traducirse por “victimaria”), memoria esta que “llama a una gestión política” y
que, de acuerdo a lo que Hernández Reyna restituye de Rousso, se habría vuelto
un valor cardinal de las democracias contemporáneas (de acuerdo a la ponente,
Rousso propone que cuanta más memoria histórica haya en una política de Estado,
más democrático es este). Otro autor al que apela es Johann Michel,
especialista en Paul Ricœur del que retoma la noción de “regímenes
memoriales”, y, sobre todo, de “vectores” y “emprendedores” de la memoria (vecteurs
et entrepreneurs de la mémoire), individuos y grupos que defienden un
cambio en la manera de aproximarse al pasado, y que tendrían como objetivo
principalmente el logro del reconocimiento identitario y la conquista de
derechos. Dentro del análisis de Hernández Reyna, los grandes vectores o
emprendedores de la memoria fueron la antropología crítica, las organizaciones
indígenas y el movimiento zapatista que, según ella, influyeron decisivamente
para que el discurso de memoria contestatario de los años sesenta y setenta
deviniera la retórica oficial mexicana.
Lozano
Suárez, por otra parte, realizaba un análisis crítico más amplio del “velo
humanitario” y su discurso de la compasión, espina dorsal de la política de la
reparación, trazando sus vínculos con el poder pastoral (tal como lo comprende
Michel Foucault) y sus efectos de miopía respecto de la subjetivación política.
Su ponencia se apoyaba, para esto, en las lecturas del antropólogo Didier
Fassin, que en libros como L’Empire du traumatisme : enquête sur la
condition de victime (2007) o La razón humanitaria (La
Raison humanitaire, 2010) se ha dedicado a reflexionar sobre la noción de vida,
la forma de economía moral a la que llama “razón humanitaria” (la forma en la
que los sentimientos morales y el lenguaje de la compasión han reconfigurado la
política, en su sentido amplio, y sus relaciones con el gobierno o conducción
de conductas) y la adopción de la noción de traumatismo (y síndrome de estrés
postraumático), cuya rehabilitación (anteriormente las heridas psíquicas eran
objeto de sospecha) se acompañó, a su juicio, de la emergencia de una nueva
forma de subjetividad política: la de la víctima.
La
intervención de Lozano Suárez fue un buen contrapunto para la de Hernández
Reyna porque, a mi parecer, abordaba puntos que esta, en su perspectiva
estatista, no tocaba: que el carácter sagrado dado a las víctimas es una forma
de responder a su sufrimiento cuando, por un lado, no hay política o justicia
eficaz y, por otro, es el Estado el que ha permitido que sean vulnerables; que
ante la falta de justicia estatal o su injusticia, la alternativa a la venganza
es la justicia divina (lo que, para la autora, podría explicar la
multiplicación de las iglesias evangélicas en Colombia); que el gobierno
humanitario sustituye con su acción el potencial de acción de las víctimas, que
se presentan entonces como no sujetos o sujetos sometidos (sujets assujetis);
que ante esta forma de concepción de los individuos víctimas de violencias, la
forma de subjetivación que se vincula a esta forma de gobierno humanitario da
lugar a una subjetividad que se piensa en dos direcciones, como ser sufriente,
y también, como “emprendedor de sí mismo” (el individuo sufriente se victimiza
o declina como víctima para obtener la ayuda humanitaria). La evaluación de
Lozano Suárez era que esta forma de subjetivación dista mucho de una forma de
subjetivación política, y que el humanitarismo, aunque lucha contra las
desigualdades y por la dignidad humana, permanece en la moralidad sin ir más
allá. Esto sería así, en parte, porque el discurso de la compasión que moviliza
vuelve imposible la igualdad, ya que de hecho presupone una escena de asimetría
política (como indica Fassin, la razón humanitaria gobierna vidas precarias, y
cuando la compasión se ejerce en el espacio público, siempre se realiza en un
movimiento desde lo alto hasta lo bajo, del poderoso al frágil, débil o
vulnerable), porque el prisma que predomina en las respuestas jurídicas y
estatales frente a la existencia de víctimas y sufrientes (por ejemplo, la idea
de reparación) es mayoritariamente de naturaleza económica, más que política, y
porque, finalmente, para la autora, el humanitarismo tiene un carácter
victimizante que deja de lado, disimula u oblitera la subjetivación política
que se puede generar a partir del ejercicio de la memoria más allá de las
categorías propuestas por el Estado o a las que este es receptivo (como la de
víctima).
Una
pregunta dirigida a los participantes de esa mesa inquiría sobre cómo definían
la noción de política que evocaban diferentemente. Era pertinente, porque el
punto de quiebre entre las intervenciones de Hernández Reyna y Lozano Suárez
radicaba precisamente en la perspectiva adoptada por cada una para enfocar sus
estudios. Ningún participante cerró una respuesta, pero puede señalarse que,
dentro de lo que ocupa nuestro interés, Hernández Reyna adoptaba una
perspectiva que tomaba como pivote de su reflexión el Estado (reflexionaba en
función de la política estatal y de las formas de lograr reconocimiento
institucional y modificar o influir en las políticas públicas), en tanto que la
intervención de Lozano Suárez establecía perspectivas más inespecíficas (y eso
consiste, a mi juicio, una virtud en este aspecto; yo especificaría, sin
embargo, que parecía pensar desde una noción de política anterior al Estado, o
más allá de los marcos de lo que este define como político). Quizás por esto, la
intervención de Lozano Suárez, en cierta forma, puede entenderse como algo que
brinda inteligibilidad al marco en el que se despliegan los cambios descriptos
por Hernández Reyna a propósito del caso mexicano: una forma de comprensión de
la política atravesada por la sacralización de la vida biológica y la
valorización del sufrimiento, y en la que prima la perspectiva moral dentro de
una forma de gobierno humanitaria.
Tengo
para mí que un punto en el que la divergencia entre ambas perspectivas se
manifiesta con claridad y cristaliza es en la forma en la que ambas ponentes
emplean la noción de “emprendedor” de sí o de la memoria, y sobre esto me
gustaría concluir.
La
noción de entrepreneur (en francés, emprendedor, en el
sentido de actor, pero también, empresario) de la memoria, o emprendedor
de sí mismo, es relativamente habitual en la sociología de la memoria
(puede encontrarse, por ejemplo, al leer al sociólogo Michael Pollak o Elizabeth
Jelin) y hace referencia a los que podríamos definir como actores sociales que
luchan por institucionalizar u oficializar una narrativa sobre el pasado. Creo
que se pueden formular algunas preguntas sobre la noción, que delinean, quizás,
una hipótesis: ¿por qué hablar de emprendedores, y no de actores políticos? ¿No
carga esta noción una visión puramente institucional de la política, de la
acción política, y no hace de la que se acepta como “memoria oficial” la vara
de medición? Es decir, ¿qué significa decir que hay unos sí, y otros no, que
actúan, emprenden sobre la memoria o con ella? El reverso de la
noción parece establecer como parámetro la noción de memoria traumática, o de
trauma (la repetición discursivamente invariable de un tartamudeo impotente: la
del cuerpo afligido sin repliegue), frente a la cual se alza, justamente, la
perspectiva clínica, el que Lozano Suárez llamaba “discurso humanitario”, y sus
dosis de caridad y bálsamos pacificadores (cuya importancia, sin embargo, en
ausencia de otras respuestas, no busco negar). Pero, aún si la memoria es, a
menudo, sufrida, o motivo de sufrimiento, ¿no hay actuación en el sufrimiento?
¿No hay pliegue, reflexión, crítica, toma de postura, capacidad de acción? ¿No
es acción también aquella que no se dirige a modificar o alterar, contestar o
reivindicar la que se postula como memoria oficial? Si es cierto que la noción
de “emprendedor de la memoria” se apoya o complemente con la noción de trauma,
entonces la noción tendría como reverso la idea de víctima despolitizada de la
que hablaba Lozano Suárez: ¿no es porque, ante las vejaciones, la concepción
institucional del sujeto es la de víctima pasiva que, para quien rompería esta
caracterización, se habla de “emprendedores”?
Esta
pregunta retoma la anterior, pero encuentra entre ambas figuras (la del
emprendedor, la de la víctima), una continuidad, por la disrupción y
complementariedad misma entre ambas. Desde esta perspectiva, la noción de
“emprendedor de la memoria” sigue la misma lógica que la que se encuentra tras
la idea de reparación económica, de deuda del Estado hacia colectivos de
víctimas, y de identidades víctimas a subsanar, y no solo por la ambigüedad del
término en francés.
No
se trata de negar que la memoria pueda ser sufrida, el valor material que pueda
tener una reparación económica o la responsabilidad del Estado para con
colectivos históricamente oprimidos, vapuleados, invisibilizados, silenciados y
sometidos a la injusticia, sino de detectar el punto en el que, en la
utilización de una retórica específica, se desliza una forma de comprensión no
solo estatalista, sino también utilitarista y despolitizante de las prácticas y
luchas memoriales.
Independientemente
de estas disquisiciones, ambas intervenciones (y, por otra parte, el resto de
las intervenciones en el coloquio) fueron ricas, razón por la cual suscitan una
reflexión con respecto a un aspecto tan específico.
Una
segunda sesión del coloquio tendrá lugar del 13 al 15 de septiembre en formato
híbrido, ocasión que seguramente permitirá continuar o profundizar en los
debates.
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Ahí
termina la nota, pero originalmente había escrito otro párrafo más que
aprovecho para publicar acá, porque no importan, en este espacio, las digresiones:
Me
gustaría concluir con una pregunta excéntrica (que alguien más versado en el
tema sabrá criticar o restituir mejor) para cerrar este comentario. Foucault
contraponía, en sus cursos del Collège de France, una teoría
jurídico-política de la soberanía al modelo de la biopolítica y la
gubernamentalidad. Frente a la pregunta jurídico-política de la legitimidad o
la justicia, la gubernamentalidad como economía política erigía el parámetro de
la utilidad. Me pregunto si, aun con sus ambigüedades, el énfasis memorial no
constituye una resistencia extemporánea, literalmente intempestiva, a la lógica
gubernamental biopolítica actual, precisamente por su voluntad significante,
narrativa. Esto sería así por todo lo que carga, a pesar de sus cierres
institucionalistas, la voluntad de políticas de la memoria (o de las memorias),
por la posibilidad de sujeto que reconocen (¿qué sería una memoria sin sujeto
de enunciación?) y también, por la carga extrañamente utópica que guarda el
discurso jurídico a la que de una u otra forma este discurso apela, y que
persiste con una carga prospectiva pese a las lógicas utilitarias y
despolitizantes que lo atraviesan. Pero si este discurso jurídico político
fuera realmente una resistencia y no una actualidad, como parece sugerir
Foucault, sería una pregunta cómo pensar, pese a ello, o precisamente a causa
de ello, otras formas de política o de resistencias.
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