2 jul 2021

Sobre el discurso de la reparación a las víctimas y los "emprendedores de la memoria"

¡Hola, ocasional visitante de este blog olvidado hasta de las mosquitas, como la bombita tan mentirosa y fría del cuadro de Renzi que nos recibe en estos pagos! Y hay que decir que, ciertamente, es también olvidado de su autora, que no puede seguir el ritmo de sus propuestas y las abandona al pasar dejándolas en pobre orfandad, abiertas pues a las sugerencias de otros. En todo caso, puesto que transimos estos pasillos húmedos iluminados intermitentemente otra vez, abandonemos los resquicios inútiles de la modestia y las disculpas con su olor a ceniza fría y sus mirada aviesa, y vayamos al punto.

Se publicó ayer o anteayer una nota que envié a un diario sobre dos comunicaciones en un coloquio que quise reseñar. La tuve que cercenar un poco para que entrara en los 10 mil caracteres y además la recortaron un poco más en el diario para centrarse solamente en el tema principal (las dos comunicaciones), así que aprovecho para dejar acá la nota que pensé en primer lugar con todas sus digresiones.

Sobre el discurso de la reparación a las víctimas y los “emprendedores de la memoria”

Hace unas semanas tuvo lugar la primera sesión del coloquio “Les habits neufs de la vie” (Los vestidos nuevos de la vida), organizado por profesores y doctorandos de varias facultades de este y aquel lado del Atlántico: entre ellas, múltiples universidades de París, Barcelona, Uruguay, Buenos Aires, Chile y Haití.

El evento acontece en colaboración con el seminario mensual “Dialogues Philosophiques” de la Maison de l’Amérique Latine y se enmarca en la Semana de América Latina y el Caribe, una iniciativa francesa que existe desde 2011, y que lanzada en ocasión del día francés de América Latina y el Caribe (el 31 de mayo) con el objetivo de celebrar y reforzar los vínculos entre los países de la región y Francia, se conmemora desde 2014 en formato semanal. Más allá de los dictámenes legislativos de la institucionalidad francesa y sus razones, la fecha es motivo de encuentro entre franceses y latinoamericanos, y en años anteriores ha propiciado intercambios y viajes transatlánticos.

En lo que concierne al coloquio, se desarrolla anualmente ya desde 2015, y en 2019 tuvo un pasaje trashumante por Montevideo, Buenos Aires, y varias ciudades chilenas, antes de recabar en París para su cierre.

La presentación correspondiente a 2021 de “Les habits neufs de la vie” en su primera sesión virtual, el 31 de mayo y el 1ero de junio, fue ocasión de un intercambio centrado en torno al debate sobre “los artefactos, las efigies, las nominaciones, las mitologías y, en cierta forma, todo aquello de lo que los vivos se revisten”. Amén de las habituales cuestiones técnicas (micrófonos silenciados, cámaras que no funcionan, problemas de internet, dificultades para encontrar el link correcto o para usar el programa), propias de nuestra época de fantasmagórica presencia mediada por programas, el coloquio contó con presentaciones de intelectuales latinoamericanos y europeos.

Esta nota, sin embargo, no busca describir el coloquio, sino reflexionar sobre dos intervenciones.

Dos ponencias en la última mesa, intitulada “Vies et réparations de l’être parlant” (Vidas y reparaciones del ser hablante) llamaron mi atención, por la cercanía del objeto de estudio y  el carácter contemporáneo de la problemática: una de Miriam Hernández Reyna, intitulada “Les enjeux de la mémoire postcoloniale dans le Mexique contemporain : identités indigènes, nation pluriculturelle et usages politiques du passé” (Las apuestas de la memoria postcolonial en el México contemporáneo: identidades indígenas, nación pluricultural y usos políticos del pasado); otra de Luz María Lozano Suárez llamada “Le voile humanitaire sur la subjectivation politique des victimes en Colombie” (El velo humanitario sobre la subjetivación política de las víctimas en Colombia). Ambas trataban, de una manera u otra, de la memoria de las víctimas de agresiones (en el primer caso, de lo que en México se denomina “etnocidio”; en el segundo caso, de manera general, de las violencias que atraviesan el cotidiano colombiano, aunque no exclusivamente), de las políticas estatales que se proponen dar una respuesta, y de formas de conceptualizar lo que se juega en el énfasis víctimo-memorial. 

Hernández Reyna buscaba dar cuenta de la memoria del pasado colonial y de sus víctimas como una política construida en México, y de las formas en que se había abordado el fenómeno por parte del Estado para darle una respuesta. Con una perspectiva mayormente descriptiva, su intervención trazó una lectura histórica del surgimiento en el México del siglo XXI de una nueva política de Estado: la “política de la interculturalidad”, definida por su intención de reconstituir los vínculos entre la población indígena (concebida, en esta propuesta, como “base histórica de México”) y la población mestiza que se denomina a sí misma “blanca” y que se considera y es considerada como no indígena. Hernández Reyna identifica como características de esta comprensión del pasado y del presente mexicano ciertos tópicos que la estructuran: la idea de que hay un pasado colonial traumático de etnocidio, la de que son víctimas de este pasado las poblaciones indígenas, y otra que concluye que la única forma de construir una nación pluricultural armoniosa (como se propone la Constitución mexicana de 2001) consiste en la reparación: reparación del pasado, reparación y reconstitución de la identidad destruida por el pasado colonial, reparación a las víctimas. La administración que emprendió esta tarea en México, a diferencia de las anteriores, es la que según Hernández Reyna es la primera de izquierda en el país: la de López Obrador, cuyo gobierno impulsó la creación de comisiones de memoria, como fuera la costumbre en algunos países del Cono Sur.

En su lectura histórica, la ponente buscaba comprender cómo se construye esta política de la interculturalidad, y para ello se apoyaba sobre los marcos conceptuales de la sociología y, especialmente, la historia de la memoria. Uno de sus referentes es su director de investigación, el historiador Henry Rousso (conocido por su obra de 1987  Le Syndrome de Vichy : 1944-198…), quien ha analizado la “mémoire victimaire” (“memoria de víctimas”, aunque curiosamente, el término victimaire puede también traducirse por “victimaria”), memoria esta que “llama a una gestión política” y que, de acuerdo a lo que Hernández Reyna restituye de Rousso, se habría vuelto un valor cardinal de las democracias contemporáneas (de acuerdo a la ponente, Rousso propone que cuanta más memoria histórica haya en una política de Estado, más democrático es este). Otro autor al que apela es Johann Michel, especialista en Paul Ricœur del que retoma la noción de “regímenes memoriales”, y, sobre todo, de “vectores” y “emprendedores” de la memoria (vecteurs et entrepreneurs de la mémoire), individuos y grupos que defienden un cambio en la manera de aproximarse al pasado, y que tendrían como objetivo principalmente el logro del reconocimiento identitario y la conquista de derechos. Dentro del análisis de Hernández Reyna, los grandes vectores o emprendedores de la memoria fueron la antropología crítica, las organizaciones indígenas y el movimiento zapatista que, según ella, influyeron decisivamente para que el discurso de memoria contestatario de los años sesenta y setenta deviniera la retórica oficial mexicana.

Lozano Suárez, por otra parte, realizaba un análisis crítico más amplio del “velo humanitario” y su discurso de la compasión, espina dorsal de la política de la reparación, trazando sus vínculos con el poder pastoral (tal como lo comprende Michel Foucault) y sus efectos de miopía respecto de la subjetivación política. Su ponencia se apoyaba, para esto, en las lecturas del antropólogo Didier Fassin, que en libros como L’Empire du traumatisme : enquête sur la condition de victime (2007) o La razón humanitaria (La Raison humanitaire, 2010) se ha dedicado a reflexionar sobre la noción de vida, la forma de economía moral a la que llama “razón humanitaria” (la forma en la que los sentimientos morales y el lenguaje de la compasión han reconfigurado la política, en su sentido amplio, y sus relaciones con el gobierno o conducción de conductas) y la adopción de la noción de traumatismo (y síndrome de estrés postraumático), cuya rehabilitación (anteriormente las heridas psíquicas eran objeto de sospecha) se acompañó, a su juicio, de la emergencia de una nueva forma de subjetividad política: la de la víctima.

La intervención de Lozano Suárez fue un buen contrapunto para la de Hernández Reyna porque, a mi parecer, abordaba puntos que esta, en su perspectiva estatista, no tocaba: que el carácter sagrado dado a las víctimas es una forma de responder a su sufrimiento cuando, por un lado, no hay política o justicia eficaz y, por otro, es el Estado el que ha permitido que sean vulnerables; que ante la falta de justicia estatal o su injusticia, la alternativa a la venganza es la justicia divina (lo que, para la autora, podría explicar la multiplicación de las iglesias evangélicas en Colombia); que el gobierno humanitario sustituye con su acción el potencial de acción de las víctimas, que se presentan entonces como no sujetos o sujetos sometidos (sujets assujetis); que ante esta forma de concepción de los individuos víctimas de violencias, la forma de subjetivación que se vincula a esta forma de gobierno humanitario da lugar a una subjetividad que se piensa en dos direcciones, como ser sufriente, y también, como “emprendedor de sí mismo” (el individuo sufriente se victimiza o declina como víctima para obtener la ayuda humanitaria). La evaluación de Lozano Suárez era que esta forma de subjetivación dista mucho de una forma de subjetivación política, y que el humanitarismo, aunque lucha contra las desigualdades y por la dignidad humana, permanece en la moralidad sin ir más allá. Esto sería así, en parte, porque el discurso de la compasión que moviliza vuelve imposible la igualdad, ya que de hecho presupone una escena de asimetría política (como indica Fassin, la razón humanitaria gobierna vidas precarias, y cuando la compasión se ejerce en el espacio público, siempre se realiza en un movimiento desde lo alto hasta lo bajo, del poderoso al frágil, débil o vulnerable), porque el prisma que predomina en las respuestas jurídicas y estatales frente a la existencia de víctimas y sufrientes (por ejemplo, la idea de reparación) es mayoritariamente de naturaleza económica, más que política, y porque, finalmente, para la autora, el humanitarismo tiene un carácter victimizante que deja de lado, disimula u oblitera la subjetivación política que se puede generar a partir del ejercicio de la memoria más allá de las categorías propuestas por el Estado o a las que este es receptivo (como la de víctima).

Una pregunta dirigida a los participantes de esa mesa inquiría sobre cómo definían la noción de política que evocaban diferentemente. Era pertinente, porque el punto de quiebre entre las intervenciones de Hernández Reyna y Lozano Suárez radicaba precisamente en la perspectiva adoptada por cada una para enfocar sus estudios. Ningún participante cerró una respuesta, pero puede señalarse que, dentro de lo que ocupa nuestro interés, Hernández Reyna adoptaba una perspectiva que tomaba como pivote de su reflexión el Estado (reflexionaba en función de la política estatal y de las formas de lograr reconocimiento institucional y modificar o influir en las políticas públicas), en tanto que la intervención de Lozano Suárez establecía perspectivas más inespecíficas (y eso consiste, a mi juicio, una virtud en este aspecto; yo especificaría, sin embargo, que parecía pensar desde una noción de política anterior al Estado, o más allá de los marcos de lo que este define como político). Quizás por esto, la intervención de Lozano Suárez, en cierta forma, puede entenderse como algo que brinda inteligibilidad al marco en el que se despliegan los cambios descriptos por Hernández Reyna a propósito del caso mexicano: una forma de comprensión de la política atravesada por la sacralización de la vida biológica y la valorización del sufrimiento, y en la que prima la perspectiva moral dentro de una forma de gobierno humanitaria.

Tengo para mí que un punto en el que la divergencia entre ambas perspectivas se manifiesta con claridad y cristaliza es en la forma en la que ambas ponentes emplean la noción de “emprendedor” de sí o de la memoria, y sobre esto me gustaría concluir.

La noción de entrepreneur (en francés, emprendedor, en el sentido de actor, pero también, empresario) de la memoria, o emprendedor de sí mismo, es relativamente habitual en la sociología de la memoria (puede encontrarse, por ejemplo, al leer al sociólogo Michael Pollak o Elizabeth Jelin) y hace referencia a los que podríamos definir como actores sociales que luchan por institucionalizar u oficializar una narrativa sobre el pasado. Creo que se pueden formular algunas preguntas sobre la noción, que delinean, quizás, una hipótesis: ¿por qué hablar de emprendedores, y no de actores políticos? ¿No carga esta noción una visión puramente institucional de la política, de la acción política, y no hace de la que se acepta como “memoria oficial” la vara de medición? Es decir, ¿qué significa decir que hay unos sí, y otros no, que actúan, emprenden sobre la memoria o con ella? El reverso de la noción parece establecer como parámetro la noción de memoria traumática, o de trauma (la repetición discursivamente invariable de un tartamudeo impotente: la del cuerpo afligido sin repliegue), frente a la cual se alza, justamente, la perspectiva clínica, el que Lozano Suárez llamaba “discurso humanitario”, y sus dosis de caridad y bálsamos pacificadores (cuya importancia, sin embargo, en ausencia de otras respuestas, no busco negar). Pero, aún si la memoria es, a menudo, sufrida, o motivo de sufrimiento, ¿no hay actuación en el sufrimiento? ¿No hay pliegue, reflexión, crítica, toma de postura, capacidad de acción? ¿No es acción también aquella que no se dirige a modificar o alterar, contestar o reivindicar la que se postula como memoria oficial? Si es cierto que la noción de “emprendedor de la memoria” se apoya o complemente con la noción de trauma, entonces la noción tendría como reverso la idea de víctima despolitizada de la que hablaba Lozano Suárez: ¿no es porque, ante las vejaciones, la concepción institucional del sujeto es la de víctima pasiva que, para quien rompería esta caracterización, se habla de “emprendedores”?

Esta pregunta retoma la anterior, pero encuentra entre ambas figuras (la del emprendedor, la de la víctima), una continuidad, por la disrupción y complementariedad misma entre ambas. Desde esta perspectiva, la noción de “emprendedor de la memoria” sigue la misma lógica que la que se encuentra tras la idea de reparación económica, de deuda del Estado hacia colectivos de víctimas, y de identidades víctimas a subsanar, y no solo por la ambigüedad del término en francés.

No se trata de negar que la memoria pueda ser sufrida, el valor material que pueda tener una reparación económica o la responsabilidad del Estado para con colectivos históricamente oprimidos, vapuleados, invisibilizados, silenciados y sometidos a la injusticia, sino de detectar el punto en el que, en la utilización de una retórica específica, se desliza una forma de comprensión no solo estatalista, sino también utilitarista y despolitizante de las prácticas y luchas memoriales.

Independientemente de estas disquisiciones, ambas intervenciones (y, por otra parte, el resto de las intervenciones en el coloquio) fueron ricas, razón por la cual suscitan una reflexión con respecto a un aspecto tan específico.

Una segunda sesión del coloquio tendrá lugar del 13 al 15 de septiembre en formato híbrido, ocasión que seguramente permitirá continuar o profundizar en los debates.

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Ahí termina la nota, pero originalmente había escrito otro párrafo más que aprovecho para publicar acá, porque no importan, en este espacio, las digresiones:

Me gustaría concluir con una pregunta excéntrica (que alguien más versado en el tema sabrá criticar o restituir mejor) para cerrar este comentario. Foucault contraponía, en sus cursos del Collège de France, una teoría jurídico-política de la soberanía al modelo de la biopolítica y la gubernamentalidad. Frente a la pregunta jurídico-política de la legitimidad o la justicia, la gubernamentalidad como economía política erigía el parámetro de la utilidad. Me pregunto si, aun con sus ambigüedades, el énfasis memorial no constituye una resistencia extemporánea, literalmente intempestiva, a la lógica gubernamental biopolítica actual, precisamente por su voluntad significante, narrativa. Esto sería así por todo lo que carga, a pesar de sus cierres institucionalistas, la voluntad de políticas de la memoria (o de las memorias), por la posibilidad de sujeto que reconocen (¿qué sería una memoria sin sujeto de enunciación?) y también, por la carga extrañamente utópica que guarda el discurso jurídico a la que de una u otra forma este discurso apela, y que persiste con una carga prospectiva pese a las lógicas utilitarias y despolitizantes que lo atraviesan. Pero si este discurso jurídico político fuera realmente una resistencia y no una actualidad, como parece sugerir Foucault, sería una pregunta cómo pensar, pese a ello, o precisamente a causa de ello, otras formas de política o de resistencias.

 

 


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