Sentía fascinación por los tornados. Era contradictorio: era un estallido de violencia floreciendo de pronto para morir con la misma rapidez. Era un cuerpo temible, pero fino, zigzagueante y quebradizo. Era una boca de vientos extraordinaria que se abría sólo una vez para intentar tragarlo todo y luego desaparecía en la nada. Después de un tornado quedaba un cielo azul, e incluso arcoíris, y los daños materiales que eran el único testimonio de que algo así hubiera existido.
Buenos Aires me parecía el mejor lugar del mundo para vivir precisamente por lo aburrido que es en cuestiones de catástrofes naturales. El único remolino de viento que vi en mi vida existió hace quince años. Era un día ventoso y viajábamos en nuestro auto hacia la playa. Era un Peugeot rojo tan viejo que cuando llovía entraba agua por los agujeros del suelo, y no era poco a menudo que nos dejaba en cualquier lado. Un día hace quince años vi desde la ventana trasera del Peugeot formarse un tornado. Fue fugaz: la visión de un embudo de menos de medio metro arrasando con las hojas, la basura y el polvo de un cruce entre una calle de tierra y una ruta.
Más allá de eso, de El mago de Oz y las imágenes de la tele, los principales tornados de mi niñez eran, en realidad, los remolinos de agua jabonosa que se formaban en el desagote de la ducha. Los podía crear con el giro de un dedo en torno al agujero, y sentir la succión y el chillido estrangulado del agua en el poco tiempo en que el vórtice tardaba en desaparecer. Podía recrearlos cuantas veces quería, finos y de rápida desaparición, o enormes y eficaces en succionarlo todo. Siempre distintos, siempre breves, nunca dejaba de demorarme viéndolos. Cuando remodelamos el baño desaparecieron, y más o menos en la misma época se acabó la franja etaria de mi niñez.
Hace dos o tres semanas vi un colectivo arrancar y levantar basura y polvo a su paso. Fue un instante; recordé todos los tornados de mi infancia.
Hace cinco o seis semanas volví a empezar de nuevo. Con o sin experiencia previa, decidir empezar de nuevo es raro. Te hace sentir como Peter Pan, te hace sentir que estás viviendo de prestado, te hace sentir que en algún punto te equivocaste, te presenta nuevos desafíos, te angustia, te brinda alivio, te hace feliz. Te des-ubica, te fragmenta el discurso. Te desdibuja, te obliga a hacerte amplio. Es una decisión que de algún modo te quiebra en dos, pero hay un momento largo de transición en el que ningún lado del quiebre te representa, en el que quedás en el medio y no podrías decir “yo soy”. Es como si en un instante álgido de tu ritmo de vida algo en vos hubiera sentido un escozor molesto y hubiera empezado a girar hasta el cansancio; como si se hubiera precipitado en torno a sí mismo e intentado captarlo todo, mirarlo todo, tenerlo todo, decirlo todo, sentirlo todo, crearlo todo y destruirlo todo en una insatisfacción larga y silenciosa de final abrupto, breve y violento; en un movimiento imperioso de antemano insuficiente y condenado al fracaso que al final se agotó a sí mismo y te dejó mareado bajo el cielo azul, desorientado y pensando que el último recuerdo certero que entendés es de una madrugada hace dos años cuando silbaste para matar el tiempo esperando un colectivo en medio de la Avenida de Mayo desierta, apenas transitada por taxis. Lo que siguió después de eso hasta hoy te resulta extraño, la reconstrucción ineludible que va a seguir, ajena.
El proceso de decidir virar el rumbo y empezar de nuevo, como los tornados de mi infancia: abrupto, terrible y quebradizo, soberbio e insignificante, solitario, lleno de ruinas, repetitivo, de frecuente aparición.
El proceso de decidir virar el rumbo y empezar de nuevo, como los tornados de mi infancia: abrupto, terrible y quebradizo, soberbio e insignificante, solitario, lleno de ruinas, repetitivo, de frecuente aparición.
1 comentario:
"Era el tiempo de la espera, la infecundidad y el desconcierto; todo estaba confundido, todo tenía el mismo valor, idénticas proporciones, un significado equivalente, porque todo estaba desprovisto de importancia y sucedía fuera del tiempo y de la vida, ya sin un Brausen que aquilatara, todavía sin un Arce que impusiera el orden y el sentido".
Onetti, Una tumba sin nombre
Publicar un comentario