27 nov 2012

El cruce


Cuando las puertas se cerraron volvió caminando al auto. Era una camioneta Ford apolillada de muchos años, de un azul cascado que protestaba cansino cuando andaba y largaba un humo tupido. No la llevaba a la ciudad, así como estaba, pero estaban lejos de la ciudad y en el campo el tiempo pasaba más lento. Sobre todo en esa parte del campo, en las afueras, al costado de una ruta que todavía no había sido asfaltada y que se volaba en polvo por las tardes.
El auto estaba lleno de chicos, que cuando se subió al asiento del conductor le chiflaron en los oídos y lo tocaron con sus manos. Tenían las palmas frías y las caras algo sucias, con ese olor a sudor de nene que corrió mucho y espera un vaso de jugo en una cocina de techo alto. Los fue dejando en las casas a los bordes de la ruta, y cuando llegaban los veía correr campo adentro. Los ómnibus pasaban dos veces por la ruta en el día, a una hora fija por la mañana y la tarde, entre el tiempo en el que el sol ascendía como un cacharro pulido por el cielo gris hasta que se descolgaba como tosiendo de cansancio, lánguido hasta desangrarse en el horizonte. La mayoría de los nenes no tenía modo de llegar a la escuela, que estaba lejos, cerca del pueblo. Las noches eran frías y sin luces al lado de la ruta, con un farol de chacra vetusta en los adentros del campo cada tanto.
Cuando terminó de dejar a los nenes siguió más allá del pajonal hasta la casa pintada de un verde mohoso, por un camino cercado perpendicular a la ruta que se internaba hasta el fondo más allá de un bosquecito de eucaliptos. Estacionó frente a la casa, bajo la sombra, y bajó. El Lobo saltó de la caja tras él, viejo y jadeante. No hacía calor. Dentro de la casa a oscuras incluso olía a frío, a humedad destartalada en las paredes y el techo, a soledad de años. 
Una vez adentro puso a calentar la pava y se armó un cigarrillo. Miró en el techo las goteras, como pensando en arreglarlas, pero la tarde se lavó indolente entre los mates. No iba a llover.

El hombre llegó con la muchacha y la noche. Los oyó caminar sobre el pasto seco hasta la casa sin gestos de sorpresa, mientras el Lobo gruñía echado a sus pies. Tocaron a la puerta.
Nunca recibía visitas. Prendió la luz en la casa a oscuras antes de abrir la puerta, y los vio recortados en la claridad que los alcanzaba contra el campo insomne. El hombre cargaba un bolso y una maleta polvorienta. Tenía la piel seca por el viento, las manos fuertes y duras, callosas, de dorso casi blanco. La mujer parecía muy joven, muy flaca, con su vestido floreado que acababa en las rodillas nudosas y los pies naufragando en el calzado gastado. Lo miraron desde el portal mientras el Lobo gruñía. El hombre saludó en voz baja y neutra, dio algunas explicaciones. La mujer miraba a la luz con los ojos de pescado, con el contraste de las rodillas expectantes.
Los dejó entrar y les destinó un cuarto cercano al suyo. Los dejó esperando en la cocina mientras lo preparaba. Luego prendió el horno. Refrescaba. Sólo tenía unos trozos de carne fría. Le sirvió al hombre una grapa y a la muchacha un vaso de agua. La muchacha lo miró, también quería grapa. Comieron en silencio, y cuando la muchacha fue a acostarse (estaba cansada, dijo el hombre, habían caminado todo el día), armó unos cigarrillos y esperó que el hombre echara a hablar. Pero el hombre no dijo mucho.  El hombre repitió lo que había dicho recortado contra el campo, allí en la caída de la noche.
Él y la muchacha venían de las sierras. Se habían marchado por la tarde caminando con el bolso y la maleta hacía dos días. Habían parado durante la noche en una estación al borde de una ruta, donde por la mañana habían conseguido transporte por un camión que los alcanzó hasta el pueblo más cercano al borde de la ruta de tierra, a treinta kilómetros, y siguieron por la ruta hasta ver de nuevo caer la noche. Vieron la casa y pidieron alojamiento. Podían pagarla (el hombre había mostrado unos billetes doblados, en la puerta; él se negó a aceptarlos). Iban hasta la Capital, hasta Buenos Aires. Iban a cruzar a Uruguay.
No preguntó la relación que los unía. El hombre tenía edad como para ser el padre de la muchacha, pero era evidente que no eran parientes. Tampoco tenían un trato íntimo. Durante las horas que estuvieron juntos, la muchacha, con sus ojos de pescado, no habló mucho, ni siquiera con el hombre. La maleta era de ella. Había guardado unos vestidos y unos ahorros y unas cartas y se había largado al camino con sus zapatos. Era ella la que quería cruzar a Uruguay. El hombre era uruguayo. Era la hija de un estanciero pobre y la madre de sus cinco hermanas, dijo. La había visto trabajando en el correo, se habían saludado algunas mañanas. Y cuando él se fue, lo siguió. Pero no sabía por qué lo había seguido.
Cuando la luz tintineó una vez más en el zumbido de la lamparita en la cocina, él y el hombre se levantaron y se despidieron hasta la mañana. Mientras el hombre se iba, juntó las cenizas y echó agua a los platos, sucios de sangre seca y grasa. Echó los restos de carne y hueso al perro, que lo miró desde cerca del suelo, pidiendo más.
Antes de entrar al cuarto los miró dormir desde la puerta abierta. El hombre daba la espalda a la luz del pasillo; se había tirado sobre la cama sin desnudarse. La muchacha dormía con un silbido. Dormía con los ojos entreabiertos, como un pez.

A media mañana cerró la casa, subió al Lobo a la camioneta y condujo por la ruta hacia el pueblo. Se detenía junto a las entradas de las estancias y los ranchos a recoger a los chicos, que subían atrás, con el perro, porque la cabina delantera estaba ocupada. Cuando se había levantado ellos ya estaban listos para irse. Se ofreció a acercarlos, de un modo u otro, iban en la misma dirección.
La mañana estaba despejaba, con nubes que eran apenas como una tela difusa. Era otro día sin lluvia. Después de dejar a los chicos, condujo hasta un poco más allá del centro, al borde del empalme entre una ruta y otra. Estacionó la camioneta junto al taller. El viejo lo esperaba en la puerta tomando mate. Miraba hacia la cabina, a la chica con la maleta que se adivinaba sobre las rodillas y al hombre de bigote, pero no comentaba nada. No saludó al viejo.
El hombre se bajó de la camioneta después de él y miró hacia la ruta. Pasaron dos autos. Ayudó a bajar a la muchacha y se despidieron de él y del viejo con un asentimiento de cabeza. El viejo les hizo un gesto como una sonrisa, con los dientes amarillos de tabaco. Los vio irse con el Lobo indiferente tirado a sus pies, caminar hacia una parada de colectivos.
El colectivo no iba a pasar hasta dentro de dos horas.
Él se quedó mateando con el viejo. Era viernes. Era un día casi muerto. Los veían hacer dedo a los autos que pasaban. Y también vieron a la chica agarrar la maleta, acomodarse en sus zapatos y salir caminando al costado de la ruta, y al hombre seguirla con el bolso en la espalda. El vestido de la muchacha dejaba ver las piernas cuando caminaba. Después, quedó la parada vacía en medio de la ruta, con un sembradío verde de soja al fondo y los postes regulares del cercado.
Cuando el viejo se tomó el último mate se levantó de la banqueta y miró la ruta.
- Los voy a alcanzar –le dijo al viejo, sin pensarlo.
El viejo lo miró fijo y balanceó hacia arriba la cabeza. En el mediodía, con el polvo y el sol en las cabezas, era un día muerto.
Se levantó el viejo también y el Lobo, acostumbrado al ritual, se paró junto a la puerta de la casa que estaba al lado del taller, babeando el recuerdo de las comidas. Ayudó al viejo a cerrar el taller y lo esperó hasta que se metió en la casa. El Lobo gimió apenas, desconcertado por el cambio de planes, pero se subió a la camioneta antes que él. Los recogió a unos pocos kilómetros, y siguió por la ruta asfaltada, hasta el norte.

La Ford se deslizaba en la ruta. Tosía a lo largo de todo el camino, e iba como muriendo a cada kilómetro, pero avanzaba constante. Las rutas no eran buenas por ahí, baches y pozos en las banquinas y rajaduras del sol y las lluvias y los camiones. Peludos muertos cada tanto, un resabio de la velocidad de los caminos. La Ford era inofensiva, a sus no más de sesenta kilómetros por hora.
El camino hacia el pueblo más cercano era uniforme: la cinta plateada de la ruta, el verde del pasto, cercos, sembradíos. A veces vacas; muy raramente alguien a caballo. Un bosque de árboles tapando la vista, al costado de la ruta. Y arbustos, cercos y arbustos.
La chica viajaba entre ellos dos, con la maleta sobre las rodillas y las manos flacas sobre la maleta. No hablaban. El hombre armó dos cigarrillos y fumaron en la tarde joven, y la Ford fue una máquina de humo eternamente pasada por los autos. Todavía faltaba media hora para llegar a la ciudad más cercana cuando los pasó el ómnibus también.
Ninguno dijo nada, pero no frenó cuando llegó a la ciudad, ni tampoco después. Metía los cambios, conducía, miraba hacia adelante. Cuando el cielo se desgarró en rojo y el perro se puso a aullar al fondo, y  la aguja de combustible marcó que el tanque estaba casi vacío, condujo hasta la estación de servicio en las afueras de Azul y cargó el tanque. El Lobo saltó, confundido, y le buscó la mano. Le acarició la cabeza con toda la mano, con la morosidad de un gesto ensayasado muchas veces.
Había una parrilla barata al lado de la estación. Dejó a la Ford donde dormían los camiones y caminaron hacia las mesas iluminadas por las brasas, ellos y el perro.

Después fue el viaje y los recodos del viaje. Arrancar la camioneta en la mañana, todavía con los ojos embotados, y conducir con las ventanillas abiertas. Se turnaban para viajar en la caja.
A las dos la pickup no anduvo más. Se quedaron al costado de la ruta, poco antes de llegar a Las Flores. La muchacha, que estaba viajando en la caja, bajó primero. Se sentó al lado de la ruta junto al perro, mientras ellos sacaban las herramientas, se tiraban bajo la camioneta, arreglaban partes. El uruguayo contaba de su vida antes de irse al campo. Que había cruzado. Que había vivido en Mendoza, y había pasado a Chile, y había sentido hasta en los huesos esa ciudad acostada en la montaña y el viento frío del Pacífico. Que había pensado volver a Uruguay, muchas veces. Y había vivido unos meses en la Capital, también. Se había ido de joven. Amaba el mar, el río, extrañaba la rambla. En ningún lado conocía a nadie, pero no importaba. Siempre estaba conociendo gente.
- ¿Y vos por qué te vas? – le preguntaron desde debajo de la camioneta a la muchacha, pero no los escuchó. Hacía pozos en la tierra con una ramita. El Lobo ya no los husmeaba con el hocico.

La noche los alcanzó en Cañuelas, en su cielo nublado y su viento caliente y húmedo. Descansaron unas horas. Salieron cuando salió el sol, con la lluvia.
La ciudad era el puerto todavía de mañana, los pilares de un futuro de autopistas y los ojos desde las terrazas. Ni el Lobo ni la muchacha la habían visto nunca. Era la publicidad y lo enorme y ese dejo todavía barrial, ese contraste de los edificios de oficinas, de la gente siempre caminando.
A esa hora todavía no salían los barcos, pero la muchacha se bajó con prisas, con sus manos enredadas en la maleta, con las rodillas nudosas. Miraba el río con ojos de pescado, y nunca llegaba a imaginar la otra costa.
No hubo una despedida. Ella dijo “¿qué tenía yo acá?”, y cruzó la orilla. Quizás se sorprendió de que no la siguiera el hombre, pero desapareció igual con su vestido floreado, verde del pasto y la tierra, gris del humo y la ruta.
Se tenía que arrancar de pronto, dijo el hombre. Si lo pensaba no se iba, dijo. Pero en el fondo es lo mismo, el campo o la ciudad, acá o allá. La frustración es idéntica, después de la novedad. Uno se carga a sí mismo en todas partes.
Él se quedó mirando el lugar por donde se había ido la muchacha con lástima, mientras acariciaba al perro, pero no le dijo al hombre que estaba equivocado. El hombre no tenía que hacer nada en ninguna parte. No esperaba nada, no sabía desear.
Se separaron allí mismo, en un instante de silencio y diferencia. Los dos se miraron como si fueran más viejos.
Me voy al Delta, dijo el hombre al fin. No conocía el empuje de esos ríos.
Se lo tragó el asfalto en la promesa de unas aguas barrosas, y no lo volvió a ver.
Después fueron los ruidos de la ciudad como un coro infinito de voces, bocinas y el rumor de la reconstrucción permanente resonando en el fondo, en la garganta de las topadoras y las grúas y los camiones. Se vio arrastrado, violentamente sepultado en el perfil de la ciudad.
Subió a la camioneta con el perro mudo, cabizbajo. Todavía era de mañana. El Lobo iba a entender los olores y los rostros conocidos, cuando volvieran. Podía conducir toda la noche.
- Se acabó –dijo, mirando el mundo a través del vidrio sucio, la boca pastosa-. Volvamos.
Y se fue también él, solo con su perro.

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