Cuando las
puertas se cerraron volvió caminando al auto. Era una camioneta Ford apolillada
de muchos años, de un azul cascado que protestaba cansino cuando andaba y
largaba un humo tupido. No la llevaba a la ciudad, así como estaba, pero
estaban lejos de la ciudad y en el campo el tiempo pasaba más lento. Sobre todo
en esa parte del campo, en las afueras, al costado de una ruta que todavía no
había sido asfaltada y que se volaba en polvo por las tardes.
El auto estaba
lleno de chicos, que cuando se subió al asiento del conductor le chiflaron en
los oídos y lo tocaron con sus manos. Tenían las palmas frías y las caras algo
sucias, con ese olor a sudor de nene que corrió mucho y espera un vaso de jugo
en una cocina de techo alto. Los fue dejando en las casas a los bordes de la
ruta, y cuando llegaban los veía correr campo adentro. Los ómnibus pasaban dos
veces por la ruta en el día, a una hora fija por la mañana y la tarde, entre el
tiempo en el que el sol ascendía como un cacharro pulido por el cielo gris
hasta que se descolgaba como tosiendo de cansancio, lánguido hasta desangrarse
en el horizonte. La mayoría de los nenes no tenía modo de llegar a la escuela,
que estaba lejos, cerca del pueblo. Las noches eran frías y sin luces al lado
de la ruta, con un farol de chacra vetusta en los adentros del campo cada tanto.
Cuando terminó
de dejar a los nenes siguió más allá del pajonal hasta la casa pintada de un
verde mohoso, por un camino cercado perpendicular a la ruta que se internaba
hasta el fondo más allá de un bosquecito de eucaliptos. Estacionó frente a la
casa, bajo la sombra, y bajó. El Lobo saltó de la caja tras él, viejo y
jadeante. No hacía calor. Dentro de la casa a oscuras incluso olía a frío, a
humedad destartalada en las paredes y el techo, a soledad de años.
Una vez adentro
puso a calentar la pava y se armó un cigarrillo. Miró en el techo las goteras,
como pensando en arreglarlas, pero la tarde se lavó indolente entre los mates.
No iba a llover.
El hombre llegó
con la muchacha y la noche. Los oyó caminar sobre el pasto seco hasta la casa
sin gestos de sorpresa, mientras el Lobo gruñía echado a sus pies. Tocaron a la
puerta.
Nunca recibía
visitas. Prendió la luz en la casa a oscuras antes de abrir la puerta, y los
vio recortados en la claridad que los alcanzaba contra el campo insomne. El
hombre cargaba un bolso y una maleta polvorienta. Tenía la piel seca por el
viento, las manos fuertes y duras, callosas, de dorso casi blanco. La mujer parecía
muy joven, muy flaca, con su vestido floreado que acababa en las rodillas
nudosas y los pies naufragando en el calzado gastado. Lo miraron desde el
portal mientras el Lobo gruñía. El hombre saludó en voz baja y neutra, dio
algunas explicaciones. La mujer miraba a la luz con los ojos de pescado, con el
contraste de las rodillas expectantes.
Los dejó entrar
y les destinó un cuarto cercano al suyo. Los dejó esperando en la cocina
mientras lo preparaba. Luego prendió el horno. Refrescaba. Sólo tenía unos
trozos de carne fría. Le sirvió al hombre una grapa y a la muchacha un vaso de
agua. La muchacha lo miró, también quería grapa. Comieron en silencio, y cuando
la muchacha fue a acostarse (estaba cansada, dijo el hombre, habían caminado
todo el día), armó unos cigarrillos y esperó que el hombre echara a hablar.
Pero el hombre no dijo mucho. El hombre
repitió lo que había dicho recortado contra el campo, allí en la caída de la
noche.
Él y la muchacha
venían de las sierras. Se habían marchado por la tarde caminando con el bolso y
la maleta hacía dos días. Habían parado durante la noche en una estación al
borde de una ruta, donde por la mañana habían conseguido transporte por un
camión que los alcanzó hasta el pueblo más cercano al borde de la ruta de
tierra, a treinta kilómetros, y siguieron por la ruta hasta ver de nuevo caer
la noche. Vieron la casa y pidieron alojamiento. Podían pagarla (el hombre
había mostrado unos billetes doblados, en la puerta; él se negó a aceptarlos).
Iban hasta la Capital, hasta Buenos Aires. Iban a cruzar a Uruguay.
No preguntó la
relación que los unía. El hombre tenía edad como para ser el padre de la
muchacha, pero era evidente que no eran parientes. Tampoco tenían un trato
íntimo. Durante las horas que estuvieron juntos, la muchacha, con sus ojos de
pescado, no habló mucho, ni siquiera con el hombre. La maleta era de ella.
Había guardado unos vestidos y unos ahorros y unas cartas y se había largado al
camino con sus zapatos. Era ella la que quería cruzar a Uruguay. El hombre era
uruguayo. Era la hija de un estanciero pobre y la madre de sus cinco hermanas,
dijo. La había visto trabajando en el correo, se habían saludado algunas
mañanas. Y cuando él se fue, lo siguió. Pero no sabía por qué lo había seguido.
Cuando la luz
tintineó una vez más en el zumbido de la lamparita en la cocina, él y el hombre
se levantaron y se despidieron hasta la mañana. Mientras el hombre se iba,
juntó las cenizas y echó agua a los platos, sucios de sangre seca y grasa. Echó
los restos de carne y hueso al perro, que lo miró desde cerca del suelo,
pidiendo más.
Antes de entrar
al cuarto los miró dormir desde la puerta abierta. El hombre daba la espalda a
la luz del pasillo; se había tirado sobre la cama sin desnudarse. La muchacha
dormía con un silbido. Dormía con los ojos entreabiertos, como un pez.
A media mañana cerró la casa,
subió al Lobo a la camioneta y condujo por la ruta hacia el pueblo. Se detenía
junto a las entradas de las estancias y los ranchos a recoger a los chicos, que
subían atrás, con el perro, porque la cabina delantera estaba ocupada. Cuando
se había levantado ellos ya estaban listos para irse. Se ofreció a acercarlos,
de un modo u otro, iban en la misma dirección.
La mañana estaba despejaba, con
nubes que eran apenas como una tela difusa. Era otro día sin lluvia. Después de
dejar a los chicos, condujo hasta un poco más allá del centro, al borde del
empalme entre una ruta y otra. Estacionó la camioneta junto al taller. El viejo
lo esperaba en la puerta tomando mate. Miraba hacia la cabina, a la chica con
la maleta que se adivinaba sobre las rodillas y al hombre de bigote, pero no
comentaba nada. No saludó al viejo.
El hombre se bajó de la camioneta
después de él y miró hacia la ruta. Pasaron dos autos. Ayudó a bajar a la
muchacha y se despidieron de él y del viejo con un asentimiento de cabeza. El
viejo les hizo un gesto como una sonrisa, con los dientes amarillos de tabaco.
Los vio irse con el Lobo indiferente tirado a sus pies, caminar hacia una
parada de colectivos.
El colectivo no iba a pasar hasta
dentro de dos horas.
Él se quedó mateando con el viejo.
Era viernes. Era un día casi muerto. Los veían hacer dedo a los autos que
pasaban. Y también vieron a la chica agarrar la maleta, acomodarse en sus
zapatos y salir caminando al costado de la ruta, y al hombre seguirla con el
bolso en la espalda. El vestido de la muchacha dejaba ver las piernas cuando
caminaba. Después, quedó la parada vacía en medio de la ruta, con un sembradío
verde de soja al fondo y los postes regulares del cercado.
Cuando el viejo se tomó el último
mate se levantó de la banqueta y miró la ruta.
- Los voy a alcanzar –le dijo al
viejo, sin pensarlo.
El viejo lo miró fijo y balanceó
hacia arriba la cabeza. En el mediodía, con el polvo y el sol en las cabezas,
era un día muerto.
Se levantó el viejo también y el
Lobo, acostumbrado al ritual, se paró junto a la puerta de la casa que estaba
al lado del taller, babeando el recuerdo de las comidas. Ayudó al viejo a
cerrar el taller y lo esperó hasta que se metió en la casa. El Lobo gimió
apenas, desconcertado por el cambio de planes, pero se subió a la camioneta
antes que él. Los recogió a unos pocos kilómetros, y siguió por la ruta
asfaltada, hasta el norte.
La Ford se deslizaba en la ruta.
Tosía a lo largo de todo el camino, e iba como muriendo a cada kilómetro, pero
avanzaba constante. Las rutas no eran buenas por ahí, baches y pozos en las
banquinas y rajaduras del sol y las lluvias y los camiones. Peludos muertos
cada tanto, un resabio de la velocidad de los caminos. La Ford era inofensiva,
a sus no más de sesenta kilómetros por hora.
El camino hacia el pueblo más
cercano era uniforme: la cinta plateada de la ruta, el verde del pasto, cercos,
sembradíos. A veces vacas; muy raramente alguien a caballo. Un bosque de
árboles tapando la vista, al costado de la ruta. Y arbustos, cercos y arbustos.
La chica viajaba entre ellos dos,
con la maleta sobre las rodillas y las manos flacas sobre la maleta. No
hablaban. El hombre armó dos cigarrillos y fumaron en la tarde joven, y la Ford
fue una máquina de humo eternamente pasada por los autos. Todavía faltaba media
hora para llegar a la ciudad más cercana cuando los pasó el ómnibus también.
Ninguno dijo nada, pero no frenó
cuando llegó a la ciudad, ni tampoco después. Metía los cambios, conducía,
miraba hacia adelante. Cuando el cielo se desgarró en rojo y el perro se puso a
aullar al fondo, y la aguja de
combustible marcó que el tanque estaba casi vacío, condujo hasta la estación de
servicio en las afueras de Azul y cargó el tanque. El Lobo saltó, confundido, y
le buscó la mano. Le acarició la cabeza con toda la mano, con la morosidad de
un gesto ensayasado muchas veces.
Había una parrilla barata al lado
de la estación. Dejó a la Ford donde dormían los camiones y caminaron hacia las
mesas iluminadas por las brasas, ellos y el perro.
Después fue el viaje y los
recodos del viaje. Arrancar la camioneta en la mañana, todavía con los ojos
embotados, y conducir con las ventanillas abiertas. Se turnaban para viajar en
la caja.
A las dos la pickup no anduvo
más. Se quedaron al costado de la ruta, poco antes de llegar a Las Flores. La
muchacha, que estaba viajando en la caja, bajó primero. Se sentó al lado de la
ruta junto al perro, mientras ellos sacaban las herramientas, se tiraban bajo
la camioneta, arreglaban partes. El uruguayo contaba de su vida antes de irse
al campo. Que había cruzado. Que había vivido en Mendoza, y había pasado a
Chile, y había sentido hasta en los huesos esa ciudad acostada en la montaña y
el viento frío del Pacífico. Que había pensado volver a Uruguay, muchas veces.
Y había vivido unos meses en la Capital, también. Se había ido de joven. Amaba
el mar, el río, extrañaba la rambla. En ningún lado conocía a nadie, pero no
importaba. Siempre estaba conociendo gente.
- ¿Y vos por qué te vas? – le
preguntaron desde debajo de la camioneta a la muchacha, pero no los escuchó.
Hacía pozos en la tierra con una ramita. El Lobo ya no los husmeaba con el
hocico.
La noche los alcanzó en
Cañuelas, en su cielo nublado y su viento caliente y húmedo. Descansaron unas
horas. Salieron cuando salió el sol, con la lluvia.
La ciudad era el puerto todavía
de mañana, los pilares de un futuro de autopistas y los ojos desde las
terrazas. Ni el Lobo ni la muchacha la habían visto nunca. Era la publicidad y
lo enorme y ese dejo todavía barrial, ese contraste de los edificios de
oficinas, de la gente siempre caminando.
A esa hora todavía no salían los
barcos, pero la muchacha se bajó con prisas, con sus manos enredadas en la
maleta, con las rodillas nudosas. Miraba el río con ojos de pescado, y nunca
llegaba a imaginar la otra costa.
No hubo una despedida. Ella dijo
“¿qué tenía yo acá?”, y cruzó la orilla. Quizás se sorprendió de que no la
siguiera el hombre, pero desapareció igual con su vestido floreado, verde del
pasto y la tierra, gris del humo y la ruta.
Se tenía que arrancar de pronto,
dijo el hombre. Si lo pensaba no se iba, dijo. Pero en el fondo es lo mismo, el
campo o la ciudad, acá o allá. La frustración es idéntica, después de la
novedad. Uno se carga a sí mismo en todas partes.
Él se quedó mirando el lugar por
donde se había ido la muchacha con lástima, mientras acariciaba al perro, pero
no le dijo al hombre que estaba equivocado. El hombre no tenía que hacer nada
en ninguna parte. No esperaba nada, no sabía desear.
Se separaron allí mismo, en un instante
de silencio y diferencia. Los dos se miraron como si fueran más viejos.
Me voy al Delta, dijo el hombre
al fin. No conocía el empuje de esos ríos.
Se lo tragó el asfalto en la
promesa de unas aguas barrosas, y no lo volvió a ver.
Después fueron los ruidos de la
ciudad como un coro infinito de voces, bocinas y el rumor de la reconstrucción
permanente resonando en el fondo, en la garganta de las topadoras y las grúas y
los camiones. Se vio arrastrado, violentamente sepultado en el perfil de la ciudad.
Subió a la camioneta con el perro
mudo, cabizbajo. Todavía era de mañana. El Lobo iba a entender los olores y los
rostros conocidos, cuando volvieran. Podía conducir toda la noche.
- Se acabó –dijo, mirando el
mundo a través del vidrio sucio, la boca pastosa-. Volvamos.
Y se fue también él, solo con su
perro.
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