11 dic 2012

Juan en la perrera

Si Justina fuera a aparecer tendría que ser  por el camino que llevaba serpenteando a la entrada del edificio desde la ruta, o por detrás del edificio de al lado, o por la puerta de entrada, liberada al sol de la tarde por la sombra fresca. Si fuera por la puerta de entrada al edificio aparecería con algún solero algo largo y gastado, o con una remera y un jean, y lo vería de inmediato, sentado en diagonal a la entrada en un escalón de cemento entre el pasto, con la pared como respaldo y una mano sin cigarrillos y ociosa.
- No quería entrar a casa porque me habría tirado en la cama y no quería dormir- le diría.
Pero Justina no iba a salir del edificio, había muchas más chances de que viniera caminando desde la ruta, o que cruzara frente a él desde detrás del otro edificio, con sus sandalias con tiras dejando desnuda la piel para el pasto y la tierra y la humedad de la lluvia de ayer, ya casi olvidada por los rayos del sol.
- Si entraba me iba a tirar a la cama, y no lo soporto– eso le diría, señalando la ventana del departamento, con las persianas cerradas por el sol. Era la ventana del cuarto de Mauro, que probablemente estaba encerrado escuchando música de ritmo marcado y haciendo pesas.
Justina podría sentarse a su lado. Él le haría lugar en el escalón de cemento, y ella acompañaría la caída del solero con una de sus manos, para que no se arrugara demasiado.
Había tenido un día pesado, un día burocrático. Trámites y reclamos y transportarse de aquí para allá para corregir algo muy simple. Los reclamos más simples son los que requieren más papeles. Era fácil imaginar al dueño sin rostro riendo con un puro, y recordar a Chaplin tragado por la máquina.
- Por eso no quería tirarme – podría decirle a Justina-. Me duele terriblemente la cabeza.
Ella lo vería con el cráneo recalcitrado bajo el sol, e inventaría alguna respuesta mordaz, tierna, confusa.
El sol todavía no languidecía, pero Mauro andaba con la casa a oscuras casi todo el día. Se cruzaban cuando él volvía del trabajo, compartían unos mates, y luego Mauro se iba. Salía a la tarde y volvía a la noche. No cenaban juntos.
- ¿Qué hacés ahí? – le preguntó al salir del edificio, cuando lo vio sentado en el escalón.
Caminó la breve distancia desde la entrada al escalón aplastando el pasto con las zapatillas. El pasto siempre volvía a levantarse, y los insectos siempre quedaban en el hueco de los botines, era la regla. Nadie moría por esas pisadas.
Mauro mostraba los brazos. Llevaba entrenando meses. Tenía cejas gruesas, un rostro picado por el acné. Una mirada entre desconfiada y abierta. Era un tipo bueno y humilde, del que nadie esperaba demasiado. Quizás por eso se esforzaba tanto.
- Tiempo hago. ¿Ya te vas?
- Fútbol – dijo-. Vuelvo a la noche.
Le dio una palmada fuerte en la espalda, casi como un golpe, y se fue.
Los fines de semana Mauro invitaba amigos, y la casa se llenaba de gente. Arrastraba el cansancio de toda la semana y todos los meses. En el departamento no corría aire. Se quedó tirado ahí.
- Uf, qué apático – rezongaría Justina al verlo, si fuera a aparecer.
Pero se concedió el tren de pensamiento, y meditó con ostentación de detalles lo que no servía y lo que quería y no iba a ver. No servía estancarse. No servía el ajetreado curso de su trabajo absurdo. No servía ese cepo de toda capacidad de pensar en grande, se dijo. Y no iba a ver jamás, así, aquella escultura del MOMA que había visto en el diario, los jardines de Bomarzo, la espalda de una novia a la Gauguin, ni una tarde clara en la que llovieran flores de cerezo en el Japón.
- Realmente, Justina, me siento aterrado.
Y se sonrojó, como con escepticismo.
Justina no venía, pero no había pasado mucho tiempo en el escalón.
- ¿Te acordás – le diría– cuando nos vimos por primera vez?
- Por cámara.
- No, en la estación de tu pueblo. Me sentía tranquilo como un crío. Estaba al lado tuyo como si estar ahí fuera lo más lógico del mundo.
No deshilvanó demasiado el recuerdo.
- Pero cuando te vi por segunda vez fue aquí mismo, y me sentí terriblemente incómodo, y te traté mal. Creo que eso fue más inútil y más sincero, en cierto modo. Y luego, pasó el tiempo.
Tenía la mochila al lado y los pies en las zapatillas aplastando el pasto, con los dedos peludos y flacos allá adentro, todavía blancos. Sobre el pasto y en el cemento discurrían hormigas infinitamente ocupadas por el acopio.
El perro lo alcanzó mientras doblaba la esquina de su recuerdo y rompió la fila de hormigas. No tenía collar, pero tenía dueño. Movió tres veces la cola y se fue, histérico como todo perro chico, sin dejarse tocar.
Ahora caía el sol y Justina definitivamente no vendría. Estaba en España. Se las había arreglado para irse allá con trabajo, más allá de la crisis. Le enviaba mensajes cada tanto, hablando de Andalucía exaltada, y era posible compartir su entusiasmo. No la envidiaba, pero a menudo se resentía sin orden. Le armaba discursos tardíos que no voceaba por Skype.
- Conocer a alguien –decía- es una cosa de todos los días. Es saber cómo se despierta por la mañana, y cuándo es feo o cuándo es lindo, y también, cómo agarra los cubiertos y cómo ríe, cuando las cosas no son extraordinarias. Y es enfadarse y saber de los defectos y también los encantos, y son todas las horas muertas de dos cuerpos en el espacio sin que haya que llenarlo todo de palabras. Conocés a alguien cuando ya no tenés nada que contarle, y podés pesar esa falsa nada, y lo querés cuando te basta a pesar de eso, o te gusta por eso.
- ¿Y?
- Que no estás, boba, y te importa menos que a mí.  ¡Qué complicado es hablarte!
Una avispa vino a estrellarse contra su cara, sutil impedimento en el vuelo de todos los días. Farfulló y se contrajo, como un bicho bolita, y se pensó Valjean en la perrera.
- Ufa, Justina.

Una hormiga zigzagueaba sobre el escalón. Habría pensado que estaba indecisa, por su nunca llegar a ningún lugar, de no haber sido por la precisión rápida que había en su vagar. La miró un rato, abstraído, y sintió el impulso de agarrarla. Pero su mano ociosa bajó en caída libre. La aplastó sin querer con el pulgar, por torpeza, o quizás simplemente la corrió. No llegó a darse cuenta.
Se sintió muy turbado, y entonces cayó el sol y se alzaron los mosquitos.
Cuando se levantó del escalón, el perro le ladró, largo y agudo. Se agachó justo frente a sus fauces de perro chico, ofreciéndole la nariz. El perro se calló y le movió la cola, pero no trató de acariciarlo. Se pudo ver en  esos ojos negros mientras recomenzaba el gruñido. Se sonrió, mientras gruñía. Se vio ahí, volviendo a ladrar, y se sacó la lengua.

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