Si Justina fuera a aparecer
tendría que ser por el camino que
llevaba serpenteando a la entrada del edificio desde la ruta, o por detrás del
edificio de al lado, o por la puerta de entrada, liberada al sol de la tarde
por la sombra fresca. Si fuera por la puerta de entrada al edificio aparecería
con algún solero algo largo y gastado, o con una remera y un jean, y lo vería
de inmediato, sentado en diagonal a la entrada en un escalón de cemento entre
el pasto, con la pared como respaldo y una mano sin cigarrillos y ociosa.
- No quería entrar a casa porque
me habría tirado en la cama y no quería dormir- le diría.
Pero Justina no iba a salir del
edificio, había muchas más chances de que viniera caminando desde la ruta, o
que cruzara frente a él desde detrás del otro edificio, con sus sandalias con
tiras dejando desnuda la piel para el pasto y la tierra y la humedad de la
lluvia de ayer, ya casi olvidada por los rayos del sol.
- Si entraba me iba a tirar a la
cama, y no lo soporto– eso le diría, señalando la ventana del departamento,
con las persianas cerradas por el sol. Era la ventana del cuarto de Mauro, que
probablemente estaba encerrado escuchando música de ritmo marcado y haciendo
pesas.
Justina podría sentarse a su
lado. Él le haría lugar en el escalón de cemento, y ella acompañaría la caída
del solero con una de sus manos, para que no se arrugara demasiado.
Había tenido un día pesado, un
día burocrático. Trámites y reclamos y transportarse de aquí para allá para corregir algo muy simple. Los reclamos más simples son los que requieren
más papeles. Era
fácil imaginar al dueño sin rostro riendo con un puro, y recordar a Chaplin tragado
por la máquina.
- Por eso no quería tirarme –
podría decirle a Justina-. Me duele terriblemente la cabeza.
Ella lo vería con el cráneo
recalcitrado bajo el sol, e inventaría alguna respuesta mordaz, tierna,
confusa.
El sol todavía no languidecía,
pero Mauro andaba con la casa a oscuras casi todo el día. Se cruzaban cuando él
volvía del trabajo, compartían unos mates, y luego Mauro se iba. Salía a la
tarde y volvía a la noche. No cenaban juntos.
- ¿Qué hacés ahí? – le preguntó
al salir del edificio, cuando lo vio sentado en el escalón.
Caminó la breve distancia desde
la entrada al escalón aplastando el pasto con las zapatillas. El pasto siempre
volvía a levantarse, y los insectos siempre quedaban en el hueco de los
botines, era la regla. Nadie moría por esas pisadas.
Mauro mostraba los brazos.
Llevaba entrenando meses. Tenía cejas gruesas, un rostro picado por el acné.
Una mirada entre desconfiada y abierta. Era un tipo bueno y humilde, del que nadie
esperaba demasiado. Quizás por eso se esforzaba tanto.
- Tiempo hago. ¿Ya te vas?
- Fútbol – dijo-. Vuelvo a la
noche.
Le dio una palmada fuerte en la
espalda, casi como un golpe, y se fue.
Los fines de semana Mauro
invitaba amigos, y la casa se llenaba de gente. Arrastraba el cansancio de toda
la semana y todos los meses. En el departamento no corría aire. Se quedó tirado
ahí.
- Uf, qué apático – rezongaría
Justina al verlo, si fuera a aparecer.
Pero se concedió el tren de
pensamiento, y meditó con ostentación de detalles lo que no servía y lo que
quería y no iba a ver. No servía estancarse. No servía el ajetreado curso de su
trabajo absurdo. No servía ese cepo de toda capacidad de pensar en grande, se
dijo. Y no iba a ver jamás, así, aquella escultura del MOMA que había visto en
el diario, los jardines de Bomarzo, la espalda de una novia a la Gauguin, ni una tarde
clara en la que llovieran flores de cerezo en el Japón.
- Realmente, Justina, me siento
aterrado.
Y se sonrojó, como con
escepticismo.
Justina no venía, pero no había
pasado mucho tiempo en el escalón.
- ¿Te acordás – le diría– cuando
nos vimos por primera vez?
- Por cámara.
- No, en la estación de tu
pueblo. Me sentía tranquilo como un crío. Estaba al lado tuyo como si estar ahí
fuera lo más lógico del mundo.
No deshilvanó demasiado el
recuerdo.
- Pero cuando te vi por segunda
vez fue aquí mismo, y me sentí terriblemente incómodo, y te traté mal. Creo que
eso fue más inútil y más sincero, en cierto modo. Y luego, pasó el tiempo.
Tenía la mochila al lado y los
pies en las zapatillas aplastando el pasto, con los dedos peludos y flacos allá
adentro, todavía blancos. Sobre el pasto y en el cemento discurrían hormigas
infinitamente ocupadas por el acopio.
El perro lo alcanzó mientras
doblaba la esquina de su recuerdo y rompió la fila de hormigas. No tenía
collar, pero tenía dueño. Movió tres veces la cola y se fue,
histérico como todo perro chico, sin dejarse tocar.
Ahora caía el sol y Justina
definitivamente no vendría. Estaba en España. Se las había arreglado para irse
allá con trabajo, más allá de la crisis. Le enviaba mensajes cada tanto,
hablando de Andalucía exaltada, y era posible compartir su entusiasmo. No la
envidiaba, pero a menudo se resentía sin orden. Le armaba discursos tardíos que
no voceaba por Skype.
- Conocer a alguien –decía- es
una cosa de todos los días. Es saber cómo se despierta por la mañana, y cuándo
es feo o cuándo es lindo, y también, cómo agarra los cubiertos y cómo ríe,
cuando las cosas no son extraordinarias. Y es enfadarse y saber de los defectos
y también los encantos, y son todas las horas muertas de dos cuerpos en el
espacio sin que haya que llenarlo todo de palabras. Conocés a alguien cuando ya no tenés nada que contarle, y podés pesar
esa falsa nada, y lo querés cuando te basta a pesar de eso, o te gusta por eso.
- ¿Y?
- ¿Y?
- Que no estás, boba, y te
importa menos que a mí. ¡Qué complicado
es hablarte!
Una avispa vino a estrellarse
contra su cara, sutil impedimento en el vuelo de todos los días. Farfulló y se
contrajo, como un bicho bolita, y se pensó Valjean en la perrera.
- Ufa, Justina.
Una hormiga zigzagueaba sobre el
escalón. Habría pensado que estaba indecisa, por su nunca llegar a ningún
lugar, de no haber sido por la precisión rápida que había en su vagar. La miró
un rato, abstraído, y sintió el impulso de agarrarla. Pero su mano ociosa bajó
en caída libre. La aplastó sin querer con el pulgar, por torpeza, o quizás
simplemente la corrió. No llegó a darse cuenta.
Se sintió muy turbado, y entonces
cayó el sol y se alzaron los mosquitos.
Cuando se levantó del escalón, el
perro le ladró, largo y agudo. Se agachó justo frente a sus fauces de perro
chico, ofreciéndole la nariz. El perro se calló y le movió la cola, pero no
trató de acariciarlo. Se pudo ver en esos ojos negros mientras recomenzaba el
gruñido. Se sonrió, mientras gruñía. Se vio ahí, volviendo a ladrar, y se sacó
la lengua.
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