Me mudé a Uruguay y ahora vivo en Francia. No escribí en todo este tiempo porque no puedo, básicamente. La estrategia de la primera persona, impúdica, es buena para romper el hielo. Me gustaría hacer un cuento, pero no puedo. Me gustaría hacer un poema, pero vamos, nunca me salió muy bien, y mis versos, por lo pronto, carecen de vuelo poético, son remedos del Ícaro y caen al cabo a las cinco o seis sílabas. Así que bueno, volvamos al viejo recurso del blog.
Estoy en Francia, dije. Estamos, en realidad, pero no voy a hablar de intimidades. No voy a hablar de la universidad a la que voy, ni del trabajo facilongo que hago (como dice Cabrera, el trabajo es algo digno de odiar), ni siquiera de una historia más interesante que algún momento va a contar Martín a propósito de su fugaz paso por un college público de acá, de carácter autoritario, segregador y emmpresarial. Tampoco voy a contar una historia similar, que me pasó cuando vivía en Montevideo, y que siempre quise escribir. De hecho, ni siquiera voy a hablar de Francia. Voy a hablar de una mosca. Esta mosca que vuela en el cuarto desde hace días y que no he conseguido matar, que no sé cómo sobrevive, que imagino de noche limpiándose las patas sobre mi nariz. En París y suburbios la temperatura baja más cada día, y así lo testimonian las toses en trenes y metros, pero esta mosca se aferra. Debe ser por la calefacción. Debe ser por esta casa. Capaz incluso sea una metáfora. En fin, marche el relato.
No estamos en París. Después de tres semanas en la casa de una chica que no conocíamos y que resultó muy gentil, nos mudamos, por fuerza y en medio de la preocupación de no tener dónde caer con nuestras valijas, a un sótano de los suburbios de París.
La historia de la búsqueda
Dos semanas antes de que se venciera el alquiler y nos tuviéramos que ir (es decir, una semana después de llegar a París, al 2ème arrondissement, a los miles de trámites urgentes que había que hacer) empezamos a buscar alojamiento. Comenzamos con tranquilidad, infructuosamente, pero a mediados de la segunda semana, antes de conocer a Elisabeth y hacer dos viajes con varias valijas de 30 kilos en tren, ya habíamos comprendido que la tarea era más difícil de lo supuesto, que los timos abundan (arnaque, dicen acá) y que corríamos riesgo de quedarnos en la calle. Pasábamos todo el día frente a la computadora viendo anuncios de apartamentos, y nunca hablé tanto por teléfono como acá, pidiendo entrevistas, direcciones, oportunidades. Incluso fuimos a la CROUS, un organismo de ayuda al estudiante, y la señora que nos atendió escuchó nuestro parloteo con acento sin cambiar la cara: ya sabía, nos dijo, a la CROUS muchas veces caen estudiantes que se quedaron en la calle con sus valijas, pidiendo donde vivir.
No conseguimos nada durante varios días de idas y vueltas, pero hubo una progresión: empezamos siendo rechazados y al final incluso conseguíamos entrevistas peculiares: en el departamento de una muchacha de miles de trenzas y ropa fosforescente que nos propuso un cuarto con un colchón donde dormía su hermano; en la colocación de una francesa hermosa que se iba y que tenía las axilas peludas, que hablaba extremadamente rápido, que nos rechazó; en un departamento al lado de una sinagoga en pleno centro de París, que salía carísimo y donde vivía una comunidad de judíos ortodoxos... Después conocimos a Carlos, y terminamos acá.
Carlos, el spanish lover enigmático, y la casa de campo
Un día fuimos a una marcha por el medio ambiente, nos encontramos con Luca y Belén en los jardines de Luxemburgo, caminamos por la zona de la Sorbona, y nos cruzamos casualmente con Ailín por la calle cuando íbamos rumbo al metro para conocer a Carlos, un español que Martín había encontrado en el grupo de Facebook de españoles en París, y que nos había mangueado unos mates.
Así que fuimos al encuentro en Bastille con Ailín, sin mate. Carlos estaba esperándonos en la ópera de Bastille con una amiga tunecina de la que jamás supe el nombre. Ailín no estaba avisada, pero enseguida congeniaron, y nos sentamos todos en un bar a beber unas pintas (Martín no, porque es celíaco) y hablar.
Carlos, si es que ese es su nombre, hizo una maestría en refranes en alguna universidad parisina (un estudio comparativo entre refranes españoles y franceses) y ahora da clases de español en algunos lados. No le pagaron durante mucho tiempo, anda corto de guita hasta que le devuelvan lo trabajado, tiene una relación rara con la tunecina, a la que cada tanto le daba mimos o le agarraba la nariz. Congenió bien con Ailín y se mostró soltero. Fue cortés, parco, oblicuo, y no mucho más.
Sabiendo nuestra necesidad de conseguir un alquiler, nos tiró algunos piques sobre departamentos desocupados. Uno solo aceptaba mujeres y quedaba lejos, el otro era barato y quedaba lejos. Se trataba de una colocación con los hijos de una señora que no vivía ahí en una casa de campo muy grande (una amiga "mayor pero guapa", como dijo Carlos). Ante la falta de algo, arreglamos para ir a ver la casa de campo que salía barata, y el tipo se ofreció a acompañarnos. La dueña de la casa, Elisabeth, lo prefería así, le daba mayor confianza. Nos encontramos en Châtelet y fuimos hasta Magenta, donde tomamos el RER E (un tren) hasta Roissy en Brie. Ahí nos esperaba una amiga de él, que nos llevó en auto hasta la casa de campo.
La casa no quedaba en el campo pero era grande. Elisabeth era gentil, sus hijas, extremadamente bellas, extremadamente plásticas. Hicieron bromas sobre la relación de Carlos y su amiga, nos comentaron algunas reglas de la casa, nos mostraron que estaban arreglando un cuarto para nosotros. Amplio, en el sótano, con una ventana de vidrio doble y una puerta independiente para entrar o salir. Incluso habían mandado a hacer juegos de llave. Claro que no era tan barato como lo prometido (en vez de 450 euros, eran 600, porque somos dos), pero no teníamos nada mejor.
El primero acabamos de mudarnos.
El barrio, la casa y el sótano
Hace cerca de un mes que estamos viviendo en Roissy en Brie. Es una ciudad de los suburbios que queda a 40 minutos de París en tren (el problema es si perdés el tren, o si cancelan alguno, porque están haciendo mejoras y por la noche se suspende el servicio). Ayer por primera vez caminé por el pueblo: es lindo, uniforme y completamente insípido. No parece muy viejo. Acá vivimos en un sótano con ventana, grande, de una casa muy yanqui donde nuestros huéspedes beben vodka con speed, escuchan rap y siempre dejan la tele prendida en reality shows que no ven. Es muy raro, porque resulta realmente imposible tener una conversación que no se refiera al tiempo o a cuáles son los planes para el día. La hijas son muy bonitas y podrían trabajar en la tv, los hijos estudian gestión o hacen rugby. Nuestro cuarto tiene las paredes pintadas de gris, y cuadros de Nueva York, Brooklyn o Marylin Monroe. También tiene un piano, aunque desafinado. Es cómodo; aunque no entra mucha luz y no circula mucho el aire, nos da independencia y tiene calefacción. A la noche a veces nos morimos de calor como si fuera verano. Más allá de esos detalles, la casa es rara de por sí: es muy grande, está llena de comodidades inútiles, si dejás algo en un lugar incorrecto desaparece. Y todo está repetido muchas veces: no hay una mesa, sino 7, no hay una cacerola, sino 10, los armarios están llenos de trastos en desuso que multiplican a los que sí se emplean, hay cuartos enteros cerrados con cosas gemelas a las que se usan. La comida se compra por toneladas, y se consume también en cantidades, porque siempre hay gente quedándose a dormir o abriendo la heladera para comer algo (de hecho, el otro día dejé un plato de fideos para después, y desapareció cuando volví). En suma, más que una casa, parece ser un búnker. La gente es bastante indiferente, y más allá de sus hábitos y sus consumos, son medianamente gentiles y no molestan, así que por lo pronto estamos bien.
Colofón
Hay una mosca en el cuarto hace días. Revisé cajones y armarios esperando encontrar una de esas raquetas freidoras de insectos. Los distintos cajones del sótano están llenos de velitas, cuchillos, impresoras, platos. Los cajones de la sala están llenos de velitas, cuchillos, lamparitas eléctricas. Pero de freidoras de insectos, nada.
El otro día hace cerca de un mes leí un mail que estaba tirado, impreso, en la mesa del comedor. Era de Carlos para Elisabeth, le decía que tenía en vista varias personas para el cuarto que queda en el sótano. Que algunas eran de fiar, y que otras no. Que la tenía al tanto, como siempre. Carlos espera pasar a formar parte de la agencia inmobiliaria de Elisabeth. Qué curioso devenir para el profesor con una tesis sobre refranes.
El otro día hace dos semanas tuvimos que firmar una certificación de domicilio donde se dejaba muy en claro que habitamos nuestro sótano, no en calidad de colocation, sino de souslocation. La souslocation es ilegal, Elisabeth hizo una carta en donde dice que somos los hijos de sus amigos, y que nos alojan "à titre gratuit". Igual cada tanto nos deja comida, de hambre o frío jamás nos vamos a morir. Si no fuera por esta mosca...
(Cuando podamos nos mudamos a París, de todas formas.)
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