21 dic 2014

La librería del fileteado

Es un sueño. Estoy en FDL, devenida una mansión enorme y luminosa llena de gente en fiesta, y trato de robarle a Elisabeth. Elisabeth está vieja, arrugada, con su gesto eterno de cuervo momificándose en una curvatura negra sobre el dinero, y observa atenta entre la gente. No está Juana, pero nunca logro acercarme a la caja. Me escapo por la ventana, y Elisabeth olfatea atenta y mira alrededor.

El sueño parisino, en un sucucho con calefacción central y olor a pucho, me retrotrae a las caminatas largas por la calle Magallanes. Olor a orines, frío, una perspectiva que desciende a un puerto imaginario (Montevideo en la imaginación está rodeada de puertos, de río) en una ciudad invernal: Montevideo insípida en el ahorro, marcada por eternas jornadas laborales de explotación a tres pasos de la rambla.
Vendo libros: es un negocio tradicional –sigue ahí– de un viejo, o quizás dos, que lo vendieron a Elisabeth hace 9 años. El plantel varía siempre, pero cuando me contratan eso no lo sé. Yo estoy huyendo de la venta telefónica de intangibles y trabajar con libros en una librería vieja es un sueño en comparación. Me veo ahí: Elisabeth detrás de su escritorio panóptico al fondo del local, yo frente ella, tratando de acomodar las piernas ante al monolito de cajones. La mina tiene dos teléfonos y relojea cada tanto lo que pasa a mis espaldas en el local, aunque son las nueve y media y el negocio está por cerrar. Yo le pido una contratación razonable (un contrato, seguridad social, aportes), ella se siente atacada y me cuenta de los empleados anteriores, que le hicieron la vida miserable, que le robaron. Todos le robaron: Elisabeth parte de la base de que sus empleados son pirañas potenciales. De eso me entero después. Ese día me dice que para laburar ahí tenemos que tratarnos de Usted, usar vestimenta formal (lo que quiere decir que si sos mujer, tenés que usar pollera), y que no nos podemos sentar. A ella le intereso porque trabajé en ventas, y me contrata. En FDL siempre tenés que estar ocupado. Siempre tenés que tener cuidado de lo que decís ante clientes y a tus compañeros. Las pausas se hacen adentro del establecimiento, en un recinto al fondo donde hay un microondas y baños. De eso también me entero después.
Al lunes siguiente renuncio a mi trabajo tercerizado en venta de seguros (“Acompañe”, la empresa, nunca me paga las dos semanas de prueba) y comienzo a trabajar. Hugo, otro vendedor, me muestra fugazmente el lugar. Es enorme, son dos plantas las destinadas al público: la de abajo con libros nuevos, la de arriba de usados. Nadie me dice muy bien qué se supone que tengo que hacer. Arriba hay un depósito de varios cuartos al que no voy a subir hasta el día en que me despiden definitivamente. Yo trabajo con Richard, el cuñado de Elisabeth, un gordo que me sigue las piernas con la mirada cuando subo. Le caigo bien, con los hombres es más irónico.
La dinámica de trabajo es simple y absurda: los libros nuevos están digitalizados y tienen el precio del mercado, están ordenados en la planta baja; los viejos se manejan con un código y hay que encontrarlos en el primer piso –lo que no es fácil, porque hay muchas estanterías con doble fila, y nadie sabe a ciencia cierta qué libros existen y cuáles no–. El código de los libros viejos se actualiza arbitrariamente de acuerdo a cómo crea Elisabeth que actúa la inflación en Uruguay –generalmente una vez por año, pero puede haber variaciones–. El proceso no es automático: hay muchos libros y hay que escribir el código de precio con lápiz; en general, hay más libros con código desactualizado que con precio reciente. En el caso de que el código no esté actualizado, hay que consultar con Richard o con Elisabeth. Y ahí está lo absurdo. Richard llega entre las diez y media y las once y dicta precios relativamente razonables; antes de eso, si viene un cliente o recibimos una llamada de alguien que quiere un libro usado –a veces llaman apenas abrimos el local–, hay que llamar a Elisabeth a su casa y preguntar. En general atiende la señora que le limpia la casa, y hay un largo intervalo en el que esperamos al teléfono y el cliente espera con nosotros. Elisabeth nos pregunta el código anterior y decide un precio arbitrariamente a partir de lo que cree que vale el libro en el momento. El precio final es siempre astronómico. Los vendedores ponemos cara de póquer, y se lo informamos al cliente sin importar la reacción que pueda tener. El cliente nos mira angustiado, lo compra, nos putea, se va. Ese es un caso ideal. A veces nos piden un libro sin título, sin autor. Estamos obligados a buscar en Google de qué libro se puede tratar. Después, si no está digitalizado, tenemos que rastrearlo en el primer piso. No podemos tardar mucho. Si no aparece, tenemos que consultar con Richard si está en el local, si él no sabe, o no está, llamamos a Elisabeth. Ella puede creer que está, en cuyo caso volvemos a buscar siguiendo indicaciones. Bajamos mil y una veces las escaleras, los bancos para llegar a las estanterías altas, estornudamos entre el polvo. Si no está el libro, y el cliente sigue esperando, llamamos a un distribuidor (son pocos; en Uruguay hay una distribuidora casi monopólica que maneja todo. Elisabeth tiene una excelente relación con los muchachos que cada tanto nos vienen a visitar). Si el libro se puede conseguir, le proponemos al cliente encargarlo. Si no, o si se aburrió de tanto esperar, anotamos el pedido. Siempre hay que anotar el pedido, y seguir buscando.
Las combinaciones son infinitas de acuerdo al cliente, pero en general la cosa funciona así. Como yo soy nueva, primero me dejan acostumbrarme al lugar. Me dedico a acomodar libros en la planta baja y en el primer piso: arranco con la sección de Psicología (donde hay cosas inexplicables: Bucay), ordeno la sección de Cocina, limpio. Acomodo los estantes altos de la sección de Literatura Universal de la Planta Baja subida a una escalera con mi única pollera no tan larga. Me acostumbro. De no ser por el dolor de piernas, sería entretenido.
Mis compañeros me caen bien, todos llegaron más o menos al mismo tiempo que yo. Salvando Hugo, Juana, Adolfo, y Manuel, el supervisor, el resto trabaja desde hace menos de seis meses. Nadia es la primera con la que hablo, llegó hace tres días. Brian está hace cuatro meses y piensa en irse, Pedro cuida la puerta –es un gárgola, como le decimos con Martín: está ahí parado todo el día para incentivar a la gente a que entre al local y evitar que roben cosas de los estantes móviles del pasillo por el que se entra al negocio–, Juan está podrido aunque solo trabaja hace un mes, porque Elisabeth y Richard son muy críticos con él. Con Juana charlo mucho pero es una chupamedias; Brian es interesante, pero trabaja en el turno nocturno y los sábados –los sábados el local cierra a las doce de la noche, aunque en 18 de Julio a esa noche ya no pase nadie–. Los que mejor me caen son Pedro y Hugo. Con Pedro congenio enseguida porque su novia se mudó hace un año a Montevideo y extraña igual que yo; con Hugo hablo con asiduidad, porque es profesor de historia –aunque no ejerce por un problema que tuvo en las escuelas sobre el que mucho no habla– y parece compartir mi "espíritu subversivo". Adolfo es el empleado de mayor antigüedad; cada tanto me cuenta sobre el pasado glorioso de FDL y me dice lo miserable que es su vida. Al igual que Brian, trabaja los sábados de noche y hace horario nocturno, a veces, incluso hace horas extras. Juana me advierte: tomá nota de todas las medias horas que trabajes de más. Yo siempre trabajo entre 10 y 20 minutos de más, no llego a la media hora.
Me acostumbro, pero llego a casa muerta. Vuelvo caminando por Magallanes de noche, me cambio a jeans en el local antes de salir. A la rambla no voy casi nunca.


La cosa, más allá de lo absurdo, funcionaría casi bien si no estuviera Elisabeth. No se trata de que censura postales de Dani Umpi que publicitan editoriales porque son "indecorosas". No se trata de su firme clientela de derecha, ni siquiera del sobreprecio de esa librería inmensa que tiene. Es tan básico como el hecho de que es mala gente. Richard se va a las tres, ella llega a las cuatro. Se sienta frente a su escritorio y mira lo que hacemos en seis televisores. El lugar está plagado de cámaras, no solo para vigilar a los clientes, sino sobre todo a nosotros. Le da pánico no vernos. Cada tanto llama a uno de nosotros y lo amonesta, cada tanto nos llama y nos pregunta sobre el trabajo de los otros. ¿Hoy vino la señora que limpia a tiempo? ¿Cómo está trabajando Juan? Sí, bien. Siempre contesto lo mismo. Mis compañeros son excelentes. Todos trabajan bien. Cuando sale algo mal, la culpa no es de nadie.
Cuando le hablás, la idea del robo vuelve constantemente. No quiero robarle: ella quiere que le robe. Todos somos traidores. Ella quiere fidelidad.
Con el tiempo se vuelve más y más arbitraria. La saludo con un beso cuando no puedo evitarla. Cuando viene de buen humor trabajamos: no soporta que nos sentemos, no nos quiere ver charlar, nos dice con su voz aguda “Busque allí o allá”, “Dígale a Juana que llame al distribuidor”, “Dígale a Hugo que facture” –yo no voy a poder hacer muchas cosas hasta cerca de que llegue el final–, pero se puede seguir el orden de lo absurdo. Pero más allá de lo arbitrario, o quizás por eso, lo que descoloca es el sadismo. Viene de mal humor, se junta con un distribuidor, le vas a preguntar un precio en el esquema absurdo de las cosas y se burla de tu cara. Te toma el pelo. Te grita. Si el cliente se va no es porque la librería sea un desastre, sino porque vos hacés todo mal. Comé más rápido, sonreí más, hacé maravillas. Ojo con la escalera, no te mates que está rota. Otro cliente que se fue por tu ineficacia. Es posible contestarle: esa es la palanca de despido del personal.
Al mes y medio de trabajar Juan se despide con una pelea a gritos. Lo vemos tres semanas después viniendo a retirar su pago. Yo me cruzo cada vez menos con Elisabeth, no sé cómo comportarme frente a ella y ella no me soporta. Desearía que trabajara los sábados de noche pero me niego una y mil veces. Mis sábados son rotativos: cuando viene mi hermana le digo que o me deja a la mañana o no voy al trabajo. Sé lo que me juego pero estoy sobrepasada. Al final, ella acomoda mis horarios para que no nos veamos.
Después de eso trabajo un mes más. Sigo hablando con Hugo, cada vez más. Manuel pide licencia por estrés laboral. Falta dos semanas. Juana tiene una crisis de nervios y pasa medio día de trabajo llorando. La consuelo. Ese día, o al día siguiente, Elisabeth me despide por primera vez. Me llama a la oficina después de la jornada laboral y me habla durante media hora. No hago nada mal, tengo buen trato con mis compañeros, no robo, Richard aprecia mi trabajo y me desenvuelvo bien en la librería. Pero no hay feeling, le puedo traer problemas sindicales –¡Pero si no hay sindicato visible!, le digo, y me responde: “¿Vio lo que le digo?”. Al día siguiente niega todo este planteo–, no me quiere terminar faltando el respeto. Soy muy orgullosa, dice, y a ella eso no le gusta. Yo necesito el trabajo. Se lo digo. La mina me quiere quebrar, le gusta la humillación. Me promete que me va a dar una oportunidad. Que va a trabajar más conmigo, que me va a enseñar a reparar libros y me va a orientar más en lo que hacer. Se compromete. Me voy, media hora más tarde, y le cuento todo entre whiskys y puteadas a Martín en La Tortuguita. El mozo se ríe. Todos saben que FDL es un régimen de explotación.
Al día siguiente Juana me abraza, “pensé que hoy no te iba a volver a ver”, me dice. Trabajo poco, Richard no me exige mucho. Me quedo limando los lomos de unos libros viejos que compraron por dos pesos recientemente y que van a vender a mil veces su valor (de compra y real), los ordeno. Las cámaras me miran.
A la tarde Elisabeth me lleva por primera vez al depósito. Está en el segundo piso de una casona vieja de esas que solo quedan en Montevideo, una casona inmensa y hermosa de escalera de mármol. Son ocho cuartos atiborrados de libros. Me lleva al cuarto, me repite todo el verso del día anterior. Que se disculpa y que sabe que me deja en una posición complicada, pero que no puede trabajar conmigo. Que no hay feeling. Dice mil cosas más, que no vale la pena comentar. Me voy otra vez media hora más tarde, ya sin demasiada preocupación. Eso de ser despedido dos veces seguidas insensibiliza un poco. Le magueo un libro que nunca me pude comprar (menos que menos en FDL: salía cerca de 900 pesos), y me lo regala. Me voy con cara de póquer, como siempre, y una sonrisa.


Tuve que volver a FDL un par de veces más, por el pago del mes, la liquidación, algún bonus de sádica "generosidad"... Incluso, también, por llamados nocturnos para preguntar la ubicación de algún libro. En el camino me enteré de que algún compañero estaba sumariado en secundaria por acosar alumnas, de que Manuel se despidió definitivamente por estrés laboral, de que Nadia también fue despedida, de que otro sufrió un brote de esquizofrenia. Elisabeth siguió detrás del escritorio, rotando personal. Pisar el lugar fue cada vez una suerte de humillación, a pesar de que odiaba el trabajo. La experiencia era perversa.


Con Martín pensamos en formas de resistencia, como llenar el local de pornografía, o alterar los códigos. Es una cosa tonta, pero no me parecía mal. Todavía la puedo ver, inclinándose con el pico sobre un libro para cambiar el código, y cruzándose con una foto censurada de Dani Umpi. Con mil fotos de Dani Umpi, cayendo caóticamente de las manos de sus clientes de derecha. Volando entre los clientes brasileros y los estudiantes pobres rebuscando entre los usados a fin de mes. Sería bueno verle la cara de piedra resbalando al piso. Al fin y al cabo, es una hipócrita. Al fin y al cabo, como dicen siempre, es una renombrada librería tradicional.

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