Es un sueño. Estoy en FDL, devenida una mansión
enorme y luminosa llena de gente en fiesta, y trato de robarle a Elisabeth.
Elisabeth está vieja, arrugada, con su gesto eterno de cuervo momificándose en
una curvatura negra sobre el dinero, y observa atenta entre la gente. No está Juana,
pero nunca logro acercarme a la caja. Me escapo por la ventana, y Elisabeth
olfatea atenta y mira alrededor.
El sueño parisino, en un sucucho con calefacción central y olor a pucho, me retrotrae a las caminatas largas por la calle Magallanes. Olor a orines, frío, una perspectiva que desciende a un puerto imaginario (Montevideo en la imaginación está rodeada de puertos, de río) en una ciudad invernal: Montevideo insípida en el ahorro, marcada por eternas jornadas laborales de explotación a tres pasos de la rambla.
Vendo libros: es un negocio tradicional –sigue ahí–
de un viejo, o quizás dos, que lo vendieron a Elisabeth hace 9 años. El plantel
varía siempre, pero cuando me contratan eso no lo sé. Yo estoy huyendo de la
venta telefónica de intangibles y trabajar con libros en una librería vieja es
un sueño en comparación. Me veo ahí: Elisabeth detrás de su escritorio
panóptico al fondo del local, yo frente ella, tratando de acomodar las piernas ante
al monolito de cajones. La mina tiene dos teléfonos y relojea cada tanto lo que
pasa a mis espaldas en el local, aunque son las nueve y media y el negocio está
por cerrar. Yo le pido una contratación razonable (un contrato, seguridad
social, aportes), ella se siente atacada y me cuenta de los empleados
anteriores, que le hicieron la vida miserable, que le robaron. Todos le robaron:
Elisabeth parte de la base de que sus empleados son pirañas potenciales. De eso
me entero después. Ese día me dice que para laburar ahí tenemos que tratarnos
de Usted, usar vestimenta formal (lo que quiere decir que si sos mujer, tenés
que usar pollera), y que no nos podemos sentar. A ella le intereso porque
trabajé en ventas, y me contrata. En FDL siempre tenés que estar ocupado. Siempre
tenés que tener cuidado de lo que decís ante clientes y a tus compañeros. Las
pausas se hacen adentro del establecimiento, en un recinto al fondo donde hay
un microondas y baños. De eso también me entero después.
Al lunes siguiente renuncio a mi trabajo tercerizado
en venta de seguros (“Acompañe”, la empresa, nunca me paga las dos semanas de prueba)
y comienzo a trabajar. Hugo, otro vendedor, me muestra fugazmente el lugar. Es
enorme, son dos plantas las destinadas al público: la de abajo con libros
nuevos, la de arriba de usados. Nadie me dice muy bien qué se supone que tengo
que hacer. Arriba hay un depósito de varios cuartos al que no voy a subir hasta
el día en que me despiden definitivamente. Yo trabajo con Richard, el cuñado de
Elisabeth, un gordo que me sigue las piernas con la mirada cuando subo. Le caigo
bien, con los hombres es más irónico.
La dinámica de trabajo es simple y absurda: los
libros nuevos están digitalizados y tienen el precio del mercado, están
ordenados en la planta baja; los viejos se manejan con un código y hay que
encontrarlos en el primer piso –lo que no es fácil, porque hay muchas
estanterías con doble fila, y nadie sabe a ciencia cierta qué libros existen y
cuáles no–. El código de los libros viejos se actualiza arbitrariamente de
acuerdo a cómo crea Elisabeth que actúa la inflación en Uruguay –generalmente una
vez por año, pero puede haber variaciones–. El proceso no es automático: hay
muchos libros y hay que escribir el código de precio con lápiz; en general, hay
más libros con código desactualizado que con precio reciente. En el caso de que
el código no esté actualizado, hay que consultar con Richard o con Elisabeth. Y
ahí está lo absurdo. Richard llega entre las diez y media y las once y dicta
precios relativamente razonables; antes de eso, si viene un cliente o recibimos
una llamada de alguien que quiere un libro usado –a veces llaman apenas abrimos
el local–, hay que llamar a Elisabeth a su casa y preguntar. En general atiende
la señora que le limpia la casa, y hay un largo intervalo en el que esperamos
al teléfono y el cliente espera con nosotros. Elisabeth nos pregunta el código
anterior y decide un precio arbitrariamente a partir de lo que cree que vale el
libro en el momento. El precio final es siempre astronómico. Los vendedores
ponemos cara de póquer, y se lo informamos al cliente sin importar la reacción
que pueda tener. El cliente nos mira angustiado, lo compra, nos putea, se va.
Ese es un caso ideal. A veces nos piden un libro sin título, sin autor. Estamos
obligados a buscar en Google de qué libro se puede tratar. Después, si no está
digitalizado, tenemos que rastrearlo en el primer piso. No podemos tardar
mucho. Si no aparece, tenemos que consultar con Richard si está en el local, si
él no sabe, o no está, llamamos a Elisabeth. Ella puede creer que está, en cuyo
caso volvemos a buscar siguiendo indicaciones. Bajamos mil y una veces las
escaleras, los bancos para llegar a las estanterías altas, estornudamos entre el polvo. Si no está el libro,
y el cliente sigue esperando, llamamos a un distribuidor (son pocos; en Uruguay
hay una distribuidora casi monopólica que maneja todo. Elisabeth tiene una
excelente relación con los muchachos que cada tanto nos vienen a visitar). Si
el libro se puede conseguir, le proponemos al cliente encargarlo. Si no, o si
se aburrió de tanto esperar, anotamos el pedido. Siempre hay que anotar el
pedido, y seguir buscando.
Las combinaciones son infinitas de acuerdo al
cliente, pero en general la cosa funciona así. Como yo soy nueva, primero me
dejan acostumbrarme al lugar. Me dedico a acomodar libros en la planta baja y en
el primer piso: arranco con la sección de Psicología (donde hay cosas inexplicables:
Bucay), ordeno la sección de Cocina, limpio. Acomodo los estantes altos de la
sección de Literatura Universal de la Planta Baja subida a una escalera con mi única pollera no tan larga. Me acostumbro. De no ser por el dolor de piernas, sería entretenido.
Mis compañeros me caen bien, todos llegaron más
o menos al mismo tiempo que yo. Salvando Hugo, Juana, Adolfo, y Manuel, el
supervisor, el resto trabaja desde hace menos de seis meses. Nadia es la primera
con la que hablo, llegó hace tres días. Brian está hace cuatro meses y piensa
en irse, Pedro cuida la puerta –es un gárgola, como le decimos con Martín: está
ahí parado todo el día para incentivar a la gente a que entre al local y evitar
que roben cosas de los estantes móviles del pasillo por el que se entra al negocio–,
Juan está podrido aunque solo trabaja hace un mes, porque Elisabeth y Richard
son muy críticos con él. Con Juana charlo mucho pero es una chupamedias; Brian
es interesante, pero trabaja en el turno nocturno y los sábados –los sábados el
local cierra a las doce de la noche, aunque en 18 de Julio a esa noche ya no
pase nadie–. Los que mejor me caen son Pedro y Hugo. Con Pedro congenio
enseguida porque su novia se mudó hace un año a Montevideo y extraña igual que
yo; con Hugo hablo con asiduidad, porque es profesor de historia –aunque no
ejerce por un problema que tuvo en las escuelas sobre el que mucho no habla– y
parece compartir mi "espíritu subversivo". Adolfo es el empleado de mayor
antigüedad; cada tanto me cuenta sobre el pasado glorioso de FDL y me dice lo
miserable que es su vida. Al igual que Brian, trabaja los sábados de noche y
hace horario nocturno, a veces, incluso hace horas extras. Juana me advierte:
tomá nota de todas las medias horas que trabajes de más. Yo siempre trabajo
entre 10 y 20 minutos de más, no llego a la media hora.
Me acostumbro, pero llego a casa muerta. Vuelvo
caminando por Magallanes de noche, me cambio a jeans en el local antes de
salir. A la rambla no voy casi nunca.
La cosa, más allá de lo absurdo, funcionaría casi bien si no estuviera Elisabeth. No se trata de que censura postales de Dani Umpi que publicitan editoriales porque son "indecorosas". No se trata de su firme clientela de derecha, ni siquiera del sobreprecio de esa librería inmensa que tiene. Es tan básico como el hecho de que es mala gente. Richard se va a las tres, ella llega a las
cuatro. Se sienta frente a su escritorio y mira lo que hacemos en seis
televisores. El lugar está plagado de cámaras, no solo para vigilar a los
clientes, sino sobre todo a nosotros. Le da pánico no vernos. Cada tanto llama
a uno de nosotros y lo amonesta, cada tanto nos llama y nos pregunta sobre el
trabajo de los otros. ¿Hoy vino la señora que limpia a tiempo? ¿Cómo está
trabajando Juan? Sí, bien. Siempre contesto lo mismo. Mis compañeros son
excelentes. Todos trabajan bien. Cuando sale algo mal, la culpa no es de nadie.
Cuando le hablás, la idea del robo vuelve
constantemente. No quiero robarle: ella quiere que le robe. Todos somos
traidores. Ella quiere fidelidad.
Con el tiempo se vuelve más y más arbitraria.
La saludo con un beso cuando no puedo evitarla. Cuando viene de buen humor
trabajamos: no soporta que nos sentemos, no nos quiere ver charlar, nos dice
con su voz aguda “Busque allí o allá”, “Dígale a Juana que llame al
distribuidor”, “Dígale a Hugo que facture” –yo no voy a poder hacer muchas
cosas hasta cerca de que llegue el final–, pero se puede seguir el orden de lo absurdo. Pero más allá de lo arbitrario, o quizás por eso, lo que descoloca es el sadismo. Viene de mal humor, se junta con un distribuidor,
le vas a preguntar un precio en el esquema absurdo de las cosas y se burla de tu cara. Te toma el pelo. Te grita.
Si el cliente se va no es porque la librería sea un desastre, sino porque vos
hacés todo mal. Comé más rápido, sonreí más, hacé maravillas. Ojo con la
escalera, no te mates que está rota. Otro cliente que se fue por tu ineficacia. Es posible contestarle: esa es la palanca de despido del personal.
Al mes y medio de trabajar Juan se despide con
una pelea a gritos. Lo vemos tres semanas después viniendo a retirar su pago.
Yo me cruzo cada vez menos con Elisabeth, no sé cómo comportarme frente a ella
y ella no me soporta. Desearía que trabajara los sábados de noche pero me niego
una y mil veces. Mis sábados son rotativos: cuando viene mi hermana le digo que
o me deja a la mañana o no voy al trabajo. Sé lo que me juego pero estoy
sobrepasada. Al final, ella acomoda mis horarios para que no nos veamos.
Después de eso trabajo un mes más. Sigo
hablando con Hugo, cada vez más. Manuel pide licencia por estrés laboral. Falta
dos semanas. Juana tiene una crisis de nervios y pasa medio día de trabajo
llorando. La consuelo. Ese día, o al día siguiente, Elisabeth me despide por
primera vez. Me llama a la oficina después de la jornada laboral y me habla
durante media hora. No hago nada mal, tengo buen trato con mis compañeros, no
robo, Richard aprecia mi trabajo y me desenvuelvo bien en la librería. Pero no
hay feeling, le puedo traer problemas sindicales –¡Pero si no hay sindicato
visible!, le digo, y me responde: “¿Vio lo que le digo?”. Al día siguiente
niega todo este planteo–, no me quiere terminar faltando el respeto. Soy muy
orgullosa, dice, y a ella eso no le gusta. Yo necesito el trabajo. Se lo digo.
La mina me quiere quebrar, le gusta la humillación. Me promete que me va a dar
una oportunidad. Que va a trabajar más conmigo, que me va a enseñar a reparar
libros y me va a orientar más en lo que hacer. Se compromete. Me voy, media
hora más tarde, y le cuento todo entre whiskys y puteadas a Martín en La
Tortuguita. El mozo se ríe. Todos saben que FDL es un régimen de explotación.
Al día siguiente Juana me abraza, “pensé que
hoy no te iba a volver a ver”, me dice. Trabajo poco, Richard no me exige
mucho. Me quedo limando los lomos de unos libros viejos que compraron por dos
pesos recientemente y que van a vender a mil veces su valor (de compra y real),
los ordeno. Las cámaras me miran.
A la tarde Elisabeth me lleva por primera vez
al depósito. Está en el segundo piso de una casona vieja de esas que solo
quedan en Montevideo, una casona inmensa y hermosa de escalera de mármol. Son
ocho cuartos atiborrados de libros. Me lleva al cuarto, me repite todo el verso
del día anterior. Que se disculpa y que sabe que me deja en una posición
complicada, pero que no puede trabajar conmigo. Que no hay feeling. Dice mil
cosas más, que no vale la pena comentar. Me voy otra vez media hora más tarde,
ya sin demasiada preocupación. Eso de ser despedido dos veces seguidas
insensibiliza un poco. Le magueo un libro que nunca me pude comprar (menos que
menos en FDL: salía cerca de 900 pesos), y me lo regala. Me voy
con cara de póquer, como siempre, y una sonrisa.
Tuve que volver a FDL un par de veces más, por
el pago del mes, la liquidación, algún bonus de sádica "generosidad"... Incluso, también, por llamados nocturnos para preguntar la ubicación de algún libro. En el camino me enteré de que algún compañero estaba sumariado en secundaria por acosar alumnas, de que Manuel se despidió definitivamente por estrés laboral, de que Nadia también fue despedida, de que otro sufrió un brote de esquizofrenia. Elisabeth siguió detrás del escritorio, rotando personal. Pisar el lugar fue cada vez una suerte de humillación, a pesar de que odiaba el trabajo. La experiencia era perversa.
Con Martín pensamos en formas de resistencia,
como llenar el local de pornografía, o alterar los códigos. Es una cosa tonta, pero no me parecía mal. Todavía la puedo ver, inclinándose con el pico sobre un libro para cambiar el código, y cruzándose con una foto censurada de Dani Umpi. Con mil fotos de Dani Umpi, cayendo caóticamente de las manos de sus clientes de derecha. Volando entre los clientes brasileros y los estudiantes pobres rebuscando entre los usados a fin de mes. Sería bueno verle la cara de piedra resbalando al piso. Al fin y al cabo, es una hipócrita. Al fin y al cabo, como dicen siempre, es una renombrada librería tradicional.
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