8 abr 2015

Delirus

— Qu'est-ce que vous feriez si on était marié et je suis allé travailler et quelqu'un te viole ?
Jowel llegó con el 256 y su pregunta a la parada de la Gare de Deuil-Montmagny. Subió mientras hablaba por teléfono detrás de mí, pero se sentó antes; la disposición de los pasajeros hizo que fuéramos a parar los dos al fondo de asientos distribuidos en forma de semicírculo. Afuera garuaba, aproveché los primeros minutos para calentarme las piernas con las manos sobre el pantalón mojado; pensaba en el tupper con comida, en el trabajo, en la entrega sobre Balibar y Marx. A  un lado, Jowel se paró, se sacó el sombrero de ala ancha y lo dio vuelta hasta que cayó toda el agua. Se trataba de un sombrero negro de corte clásico, con una tira de cuero en el centro que lo rodeaba y acababa en canutillos morados. Apenas hubo terminado de secarse, o quizás incluso antes, Jowel nos miró a todos y comenzó a hablar.
Al principio creí que se trataba de un celular, como al subir al colectivo. Pero cuando nos dijo "merci" parado en el fondo e inclinó la cabeza como haciendo una reverencia, lo miré bien. Era un negro flaco y chupado, de ojos limpios, nariz ancha y manos nerviosas, que no aparentaba llegar a los cuarenta. No usaba auriculares, pero aunque hablaba a todos y a nadie, parecía lúcido. La gente lo ignoró como se hace siempre aquí; yo saqué el tupper y el tenedor y él ya se dirigía a mí y me preguntaba algo. No comprendí y se lo dije mientras abría el tupper, así que lo repitió. 
— Est-ce que vous venez de l'école ?
Después creí escuchar que era de Haití, o quizás la idea se la propuse yo, en todo caso a partir de ahí la conversación comenzó a fluir, dislocada. Jowel hablaba muy rápido y era difícil de seguir, se exaltaba y repetía mil veces, volvía a los mismos temas una y otra vez. El ómnibus nos rodeaba en silencio. Hasta que lo preguntó: "¿qué harías si un milico te viola?".
Lo miré largamente, el tenedor con su eterno arroz suspendido en el aire. ¿Cómo contestar a eso? Preferí evitar la implicación y la indignación.
— Qu'est-ce qu'elle a fait, la dame ?
— Rien. Elle n'a fait rien.
Su mujer, que quizás sea francesa y quizás no exista, no hizo nada, porque la violaba un militar. Y luego siguió, sus manos nerviosas extendiéndose al infinito: su país está dividido, si vuelve a Haití lo matan, ¿acaso he leído la Biblia? En su tablet sonaba una música indefinida que iba aumentando de volumen, mientras el tupper se vaciaba poco a poco. Jowel trabaja como tachero pero quiere abrir su propia agencia de noticias, es periodista; él estuvo en 2003 en Haití sacando fotos de muertos. Las agencias periodísticas te secan, te usan. Vino a Francia hace mucho: quería estudiar para general. En College Lucie Aubrac se subió un grupo de alumnos que gritaban y una señora con un carrito de bebé. Jowel no los miró, sus antepasados eran reyes, su familia, rica; tenía los ojos fijos en mi salchicha: ¿podría acaso darle una porción de lo que me queda?
En la universidad de Saint Denis termina el recorrido del 256. Nos bajamos y se metió conmigo al metro. No pagó pasaje.
"Mais qu'est-ce que s'est passé en Haiti ?", le pregunté cuando nos sentamos enfrentados, justo antes de que partiera el metro, y me respondió mil cosas que no alcancé a comprender sobre el norte y el sur de Haití, sobre Cuba que formó médicos "et cela était bien" y sobre su padre católico, muerto por un médico judío en un cuarto donde no estuvo él. "Mataron dos millones", me dijo en el ruido que hay entre Saint Denis Université y Basilique; acababa de salir del hospital y por eso no iba a trabajar, tenía licencia. Luego gritó algo sobre su hija, y la gente en el metro lo ignoró. Hasta que se calló.
Llegamos entre tanto a Carrefour Pleyel. "Ahora me conocés", me dijo, y era como estar en el desierto, al instante siguiente lo veía hablar bajo el ruido inútilmente, quejándose de mi ignorancia ("tu me comprends, mais pourtant tu parles bien français ! Est-ce que tu es parisienne ? C'est lequel ton passeport ? Tu es américaine et tu ne sais pas ça !). Y me repetía mil veces todo en distintas combinaciones sin que la historia adquiriera sentido. Para cuando llegamos a Guy Môquet él me decía el nombre de su padre una y otra vez. Yo me bajé del tren, en la prisa por darme su tarjeta personal, se bajó él también conmigo. Entonces abrió su cartera; bajo el peluche gris de un conejo diminuto, desde dentro de las entrañas de papel, sacó una tarjeta vieja. Me dijo que se llamaba Jowel y que lo llamara para leer la Biblia juntos, como hacía con su mujer hablando el creolé; yo le desée una buena vida y me fui.
En la escalera, la misma señora de siempre pedía con el hijo dormido en sus rodillas. Cuando pasé me miró con sorna.
Después, en la rue Championnet ya no llovía, yo entraba temprano al trabajo y Jowel se había ido. En la esquina de la Rue Marcadet, entre el kiosco de revistas, el vendedor de flores amarillas y la salida del metro, un parisino compraba marrons. Leí la tarjeta: "La presse Delirus" y tres palomas rodeando el mundo con una cinta blanca y una rama de olivo en sus picos. Lamenté no entender mejor, aunque no acabara de cobrar sentido, e incluso habría llegado a dudar de su locura, si no fuera por una cosa: no su perorata intermitente y confusa, sino su elección de interlocutor; toda esa vehemencia cortada al final, en cada final de frase, por mi "je n'ai pas compris". Los cuerdos no tienen tanta paciencia.
El parisino se marchó con sus castañas de nombre equivocado y entonces yo también me fui, porque se hacía tarde.



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