La tarde en Porte de Clichy, horario de verano.
Éxtasis de camiones en las obras
de ampliación del metro, lo único que
crece, y no solo se restaura. Un patín
se estampa contra los zapatos lustrosos
de un tipo en traje. Hay una joven,
que se ríe pidiendo perdón. El hombre
sonríe también. Tiene la nariz ancha,
lustrosa y achatada, la nena
que lo pisa y no se disculpa
está tostada permanentemente,
la niñera es rubia.
Es políticamente correcto en Francia
no decir "noir", sino "black". El negro
es una mala palabra: hay que asignarle
un término específico. "Es un problema
la inmigración".
Cada tanto hay atentados, uno
terrorista, otros veinte
contra musulmanes. Y en los manuales,
la pobreza es
de África y América. Dicen los niños,
en la clase, que la Francia es genial. No hay
desigualdades: la constitución francesa
lo garantiza.
En el Boulevard Bessières camina
un hombre de ojos de gato. Arrastra
unas sandalias de cuero negro. Porta
cartera, mirada atenta, túnica verde.
En el sentido contrario va un patín
que lleva a un niño. Ese niño
acaba de salir de natación
y traga una compota
mientras una mujer lo empuja. Le habla
español, la mujer, bajito,
para que no la escuchen. Extiende
los cinco dedos en la espalda
y empuja el patín
que direcciona al niño.
La mujer y el hombre
se van a cruzar, los ojos rojos y amarillos
miran y calculan
el estatismo del niño que conduce, el paso lento
de la mujer. La mujer mira la túnica con dureza
y empuja la espalda. El niño ve un cuerpo que
se cruza, entre muchos, no siente
más que la presión. Pero no hay empatía
entre inmigrantes. Los dos
se cruzan, se van, la mujer sigue
por Rue de La Jonquière.
Un andamio recorta el cielo.
En Guy Moquet el atardecer
se filtra entre metales.
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